LAS CORTAS Y FELICES VIDAS
DE EUSTACE WEAVER III
Fredric Brown
Cuando Eustace
Weaver inventó su máquina del tiempo, sabía que tendría al mundo en un puño,
mientras mantuviera la invención en secreto, porque jugando a las carreras y a la
bolsa se haría fabulosamente rico en muy poco tiempo. El único problema era que
estaba totalmente arruinado.
De pronto
recordó la tienda en la que trabajaba y la caja de caudales que operaba con una
cerradura de tiempo. Pero una cerradura de tiempo no sería problema para quien
tuviera una máquina del tiempo.
Se sentó, a
pensar, en el borde de la cama. Metió la mano en el bolsillo para sacar un
cigarrillo y, al hacerlo, sacó también un puñado de billetes, ¡billetes de diez
dólares! Buscó en los demás bolsillos y encontró dinero en todos. Lo reunió en
la cama, lo contó y resultó que tenía, aproximadamente, mil cuatrocientos
dólares.
De pronto se
dio cuenta de lo ocurrido y río alegremente... Había ido hacia adelante en el
tiempo y había vaciado la caja de caudales del supermercado, empleando la
maquina para retornar al punto en que planeaba el robo. Y dado que el atraco
aún no había ocurrido en el tiempo normal, todo lo que tenía que hacer era
largarse del pueblo y estar a mil millas de distancia de la escena del robo,
cuando este ocurriera.
Dos horas más
tarde estaba en un avión con destino a Los Angeles, hacia el hipódromo de Santa
Anita, sumido en sus pensamientos. Algo sobre lo que no había pensado antes era
el hecho aparente de que, cuando diera un salto al futuro y regresara no
recordaría nada de lo que todavía no había sucedido en realidad.
Pero el dinero
regresó con él. Por tanto, también sucedería lo mismo con notas y apuntes o
publicaciones sobre carreras de caballos o las páginas de finanzas de los diarios.
No tendría problemas.
En Los Angeles
tomó un taxi y se hospedo en un buen hotel. Ya era bastante tarde y decidió
aguardar hasta el día siguiente para dar un salto al futuro, así que, por el
momento, se metió en la cama y durmió hasta casi el mediodía.
El taxi se
detuvo en un embotellamiento en la autopista y no llegó al hipódromo de Santa
Anita hasta que la primera carrera no hubo terminado, pero alcanzó a ver el
número del ganador en el tablero y lo anotó en su programa. Vio cinco carreras
más sin apostar, anotando los ganadores cuidadosamente, y no se molestó con la
última carrera. Abandonó la tribuna y se deslizó bajo ella, buscando un sitio
aislado donde nadie pudiera verlo. Colocó el dial de la máquina dos horas antes
y oprimió el botón.
Nada ocurrió.
Probó nuevamente, con el mismo resultado, y entonces una voz a su espalda le
dijo:
- No funciona.
Hay un campo que lo desactiva.
Se volvió y
junto a él se encontraban dos jóvenes altos y esbeltos: uno era moreno y el
otro rubio y ambos tenían una mano en el bolsillo, en actitud de empuñar un
arma.
- Somos de la
Policía del Tiempo - informó el rubio - del siglo XXV. Venimos a sancionarle
por uso ilegal de una máquina del tiempo.
- P-p-pero -
tartamudeo Weaver - c-cómo puede saber que la carrera estaba... -. Su voz se
hizo más firme -: Además, no he hecho todavía ninguna apuesta.
- Es verdad -
asintió el rubio -. En cualquier caso, cuando encontramos un inventor de una
máquina del tiempo usándola para ganar cualquier clase de juego, le advertimos
la primera vez. Pero hemos investigado y averiguado que el primer uso que hizo
usted de ella fue para robar dinero de una tienda. Y eso es un crimen en
cualquier siglo -. Sacó de su bolsillo algo que se parecía vagamente a una
pistola.
- No
intentarán... - protestó Eustace, retrocediendo.
- Por supuesto
que si - aseguró el joven rubio, y accionó el gatillo. Fue el fin de Eustace
Weaver.
FIN
Edición digital
de Paul Atreides