Fredric Brown
Cuentan una
deliciosa historieta de horror sobre un labriego que se adentró en un bosque
encantado; según la gente lo habitaban demonios que llevaban consigo a
cualquier mortal que osara entrar en él. Pero, mientras caminaba por el mismo
con paso lento, el labriego pensaba:
Soy un buen
hombre que nada malo ha hecho. Si los demonios pueden hacerme algún daño es que
no existe ninguna clase de justicia.
Y en este
momento, se oyó una voz que decía tras él:
- No existe.
El Gran Raimondi
escuchó en cierta ocasión una voz tras él. No me refiero a la voz del cañón;
ésa la oía cada día e incluso por dos veces en sábados y domingos, ya que el
Gran Raimondi buscaba la fama, y puede entenderse literalmente, en la boca de
un cañón. El Gran Raimondi, el proyectil humano. Quizá usted lo vio en la cima
de gloria, cima que, de nuevo literalmente, estaba a diez pisos por encima de
la punta de la noria, por encima de la cual le disparaba el cañón cayendo luego
en una red.
Se trata de un
trabajo fácil, sobre todo teniendo cuenta tal como están hoy los empleos y te
pagan doscientos dólares por semana. El puesto está vacante en este momento. Si
le interesa, vaya a ver a Otto Weber, de las atracciones combinadas Dunn &
Weber.
Llevas un traje
acolchado de color blanco, guantes blancos, un casco blanco de rugby, bajo el
cual los oídos quedan tan bien protegidos por algodón en rama que la explosión
del cañón, mientras sales despedido del mismo, no es más fuerte que el disparo
de una pistola de feria.
Describes un
arco blanquecino en el espacio, por encima del extremo de la noria, de sesenta
pies de altura, y caes de nuevo dentro de la red que está fijada a quince pies
por encima del terreno y a la distancia precisa de la boca del cañón.
Es tan seguro
como quedarse sentado en el sofá de su casa... siempre y cuando algo no
funcione mal en el mecanismo del cañón. Y Weber, que lo diseñó y es su
propietario, asegura que ello es imposible; se trata de un simple muelle y...
el estampido así como la humareda consiguiente son meros fuegos de artificio.
Así, pues, si
usted desea ser el tercer Gran Raimondi, telegrafíe a Otto Weber, Cincinnati.
¡Oh, sí! Le anunciarán bajo el nombre de «El Gran Raimondi»; el nombre va unido
al trabajo. ¿Qué les sucedió a los dos primeros Gran Raimondi? Bueno, el
primero de ellos (se llamaba Roberts) tropezó con el pie contra la noria hace
ya dos años y en un sábado por la tarde. No alcanzó la red.
Pero no permita
que esto le preocupe. Weber ajustó la tensión del muelle y es imposible que
ocurra de nuevo.
¿Y el segundo
Gran Raimondi? Sobre ése estoy intentando hablarle a usted precisamente, si
deja de pensar en que la plaza está vacante, así como de preguntarme detalles
sobre la misma. El nombre del segundo Gran Raimondi era Tony Grosz y era
siciliano. Es de Tony Grosz de quien estoy tratando de hablarle. Fue Tony Grosz
quien, como el labriego en el interior del bosque encantado, oyó una voz a sus
espaldas. Pero no se trataba de un demonio. ¿O quizá sí?
Tony Grosz se
encontraba sentado en un bar aquella tarde. Tony no era bebedor. Pero Tony
tenía problemas y había quedado citado con su desgracia para ir a tomar unas
cervezas.
Los problemas
de Tony no eran monetarios. Fácilmente lo comprenderá usted; doscientos dólares
son mucho dinero para un artista de feria. Es mucha pasta para cualquiera,
incluso para un casado. Ése era precisamente el problema de Tony; estaba casado
y amaba a su esposa. Su nombre era Marie y se habían casado cuatro meses antes,
durante la primera semana de la temporada. Un matrimonio tal como debe ser, y
no el de un artista de feria, si comprende usted a lo que me refiero.
Sí, Tony se
había casado pero, a pesar de ello, su amor por Marie era incendiario, una
llama devastadora.
Aquella mañana,
aquella mismísima mañana, habían tenido una agria disputa.
Y entonces,
reclinado sobre la barra, Tony Grosz cavilaba. No se puede decir que pensase;
había pasado ya esa fase.
Recogió su vaso
de cerveza para beber otro sorbo y, mientras lo hacía, pudo ver su blanca
imagen reflejada en el espejo del vaso. La imagen era la de un hombre no
excesivamente bien parecido, de treinta y dos años, de altura corriente y peso
algo menor de lo normal, pero compacto y nervudo. Su piel rayaba hacia el tono
moreno y precisamente entonces mostraba una incipiente barba de color negro
azulado.
Presentaba una
cicatriz de navaja en plena frente, y su nariz había sido partida en cierta
ocasión, por lo que no era excesivamente recta. Los ojos semejaban pequeños
carbones al rojo entre aquellos entreabiertos párpados. Desde luego, no era un
rostro hermoso. Ahora bien, se convertía en una cara atractiva cuando sonreía
dejando que su blanca dentadura brillase junto con sus ojos. Pero aún no había
sonreído durante todo el día. Y entonces tampoco lo hacía. Frunció el ceño a su
propia imagen reflejada, mientras colocaba el vaso vacío sobre el mostrador.
Era un pequeño
pueblo mexicano.
Se había
alejado tanto como pudo de la feria, encontrándose al fin en esta parte del
pueblo. Se trataba de San Antonio, si es que ello puede tener alguna
importancia.
Pidió «otra
cerveza». Ése era todo el español que él sabía, pero también todo el que
necesitaba y deseaba conocer. Oh, también se acordaría de otras frases si
intentara recordarlas. Las había aprendido de Marie, que tenía parte de sangre
mexicana y hablaba ese idioma. Ella le había tomado también por mexicano la
primera vez que se encontraron. Le había sonreído repentina y calurosamente, y
su sonrisa era como una caricia, diciéndole «¿Sí, señor?», a lo que él
respondió «Sí, chiquita», riendo los dos a coro al acabar ella su rápido
torrente de frases españolas de las que él no entendió ni una sola palabra.
El barman
recogía ya su vaso.
- Si, señor -
dijo.
Por unos
instantes Tony creyó que se estaban burlando de él, e involuntariamente su mano
hizo un ligero gesto hacia la navaja. Retiró la mano colocándola plana sobre el
mostrador y dirigió a ella su mirada. Dios, cuán nervioso debía estar para
reaccionar de esa forma ante algo que los mexicanos repiten cien veces al día,
y todo porque él había estado pensando...
Miró hacia la
ventana. Fuera oscurecía, por lo que miró el reloj de su muñeca. Aún le quedaba
mucho tiempo. No deseaba llegar allí hasta la hora de cambiarse.
Miró su
cerveza, y deseó no haberla pedido. Miró al barman y lo odió profundamente.
Pensó en la oscuridad exterior, y la odió. Vio el reflejo que el mugriento
espejo le devolvía, y lo odió.
Bebió su
cerveza, despacio. Marie, pensó. ¡Marie, Marie, Marie, Marie! Lo repetía una y
otra vez, pero sus labios no se movían.
Volvió a mirar
el reloj. Aún faltaba mucho. Quizá no debía ir. Sólo había bebido cerveza, pero
cantidades fabulosas. Lo notaba un poco. Quizás sus reflejos, el dominio de sus
músculos habrían desaparecido, únicamente lo suficiente para que no acertase la
red.
Bueno, eso
tampoco estaría mal.
Así ella se
entristecía, si es que aún le amaba. Pero ella no le quería. No podía, después
de todo lo que ella le había dicho.
Naturalmente,
él también había dicho muchas cosas.
No, se iría.
Eso es lo que haría. Marcharse. Más allá de los terrenos de la feria estaba la
jungla de raíles y trenes que salían en todas las direcciones.
Otra cerveza.
Luego salió a
la calle acompañado por la luna, brillante enorme, baja en el firmamento al
fondo de la calle. La penumbra, entre farolas, proyectaba su sombra alargada
delante de él y Tony parecía pisarla. Luego se desvanecería y desaparecería al
acercarse a una esquina, volviendo a aparecer y oscurecerse al pasar otra
farola.
Sí, se iría.
Esta noche no iría a la feria, ni nunca.
Frente a él
estaba su sombra, creciendo y encogiéndose entre farola y farola, y entonces,
de pronto, un ruido alegre, una luces y la feria. Sus pies le habían llevado
hasta allí. Algo en su interior, algo desconocido para él, incluso le había
señalado el tiempo; podía asegurarlo por la actitud del público. Precisamente a
tiempo para vestirse.
Clavó las uñas
en las palmas de las manos mientras pasaba ante la caseta de los fenómenos y la
de la risa, que formaban un camino que conducía a su remolque. ¿Se encontraría
ella allí?
Pero no, ella
no estaba. El remolque estaba sin luz. Entró, encendió las luces y se vistió
para la representación. ¿Dónde estaría ella? Aunque en realidad se alegraba de
que no estuviese. No quería verla nunca más. Después de ese viaje por los aires
jamás volvería a verla. Ella le había dicho que ya no le quería.
Bueno, si eso
es lo que ella sentía por él, ya podía seguir su maldito camino. Podría
quedarse incluso con el remolque, y con todo lo que contenía, y con el dinero
que le debían de las últimas pagas también. Rápidamente se desabrochó el traje
blanco para llegar a los bolsillos del pantalón. Tenía unos cuarenta dólares en
la cartera. No los contó siquiera, dejándolos simplemente sobre la mesa.
Ya nunca más
volvería al remolque, para no encontrarla. Al infierno con ella, pensó, pero
sintiéndose aún tan enamorado que el pensamiento de abandonarla casi le cegó de
ira contra ella.
Antes de volver
a abrocharse, buscó también las monedas que tenía en el bolsillo, colocándolas
sobre los billetes de la mesa.
Se puso las
manoplas, se abrochó el casco por debajo de la barbilla e hizo el gesto de
apagar la luz. Retiró la mano. Una nota. Tenía que dejar una nota. Ya nunca más
volvería...
Encontró los
restos de un lápiz y un pedazo de papel. «Marie - escribió -. Me voy...» ¿Qué
más? Mascó el extremo del lápiz... ¿Qué podía añadir más? Te quiero; te odio.
Eso sería tonto decirlo.
Nada más podía
decir. «Me voy» era suficientemente expresivo. Esto y el gesto de dejarle todo
el dinero que tenía.
Garabateó
«Tony» bajo la nota y colocó el papel al lado del dinero, sobre la mesa.
Salió
corriendo; la gente esperaba. El cañón estaba a punto.
Weber le hizo
una señal. Tony trepó al cañón. Hacia la boca amenazadora. Y una vez allí,
durante el minuto dramático anterior al lanzamiento, estudió su estado de
ánimo. Saludó, como debieron hacerlo los gladiadores cuando se encontraban en
la arena. Una vez dentro, desde luego, se sintió enfermo y miserable, pero no
dejó que ello se reflejara en su rostro moreno y orgulloso. Permaneció con
gesto dramático, la mirada fija en el extremo superior de la noria. Una blanca
estatua de la valentía... rellena por dentro de miseria.
Se dejó caer
dentro del cañón y se colocó en posición con todos los nervios en tensión.
Luego el golpe del muelle soltándose, el impacto, la indescriptible sensación
de caer hacia arriba. La noria bajo él y la red viéndose diminuta y a una milla
de distancia, creciendo luego de tamaño a medida que se acercaba a ella, y la
voltereta en el aire que le haría caer de espaldas en el centro de la red.
Ésta sería la
última vez que lo hiciera. Únicamente cuando ya pendía de un extremo de la red
para dejarse caer suavemente en el suelo se preguntó por qué se habla molestado
en hacerlo esta noche. Pero ahora ya no importaba.
Se abrió paso
entre la muchedumbre y pasó corriendo entré la tienda de los fenómenos y la de
la risa, el camino de lona que llevaba a su remolque, y entonces se paró
repentinamente. ¡Maldita sea! El remolque estaba iluminado. ¿Se habría dejado
la luz encendida?
No, la había
apagado, y... sí, podía verla en el interior a través de la ventana; ella
estaba allí, como siempre cuando él actuaba. Nunca había querido verle, ni
tampoco le había explicado el porqué.
Permaneció
allí, con los músculos en tensión, igual que en el interior del cañón. Al dejar
la nota y el dinero había olvidado que tendría que volver para quitarse el
traje.
Pero, ¿por qué?
¡Al diablo con el traje! Se quitó los guantes blancos y los dejó caer junto con
el casco al suelo, despojándose luego del traje blanco.
La puerta del
remolque estaba abierta. La luz salía por ella.
Tenía que pasar
frente a ella para llegar a los campos que separaban la feria de las líneas de
ferrocarril donde podría tomar un tren de carga. Tenía que continuar por el
camino, o dar un rodeo ignominioso, o mirarla cara a cara si se le cruzaba en
el camino. Pero no lo deseaba. No quería verla de nuevo... porque deseaba con
toda su alma volver a verla, y el orgullo siciliano es así.
Continuó
andando, viéndola por el rabillo del ojo... ya que no deseaba verla otra vez.
Ella estaba de pie ante la puerta, sosteniendo algo en la mano. Una figura
alargada y oscura proyectada sobre la tienda de la risa, tras de la que estaba
situado el remolque.
Con el rabillo
del ojo, mientras caminaba con paso largo, sólo a unos pasos de distancia de
ella. Sus piernas parecían de goma a causa del esfuerzo que tenía que hacer
para continuar andando y sus hombros y cuello estaban rígidos al intentar no
mirarla abiertamente.
Pero se sentía
miserablemente contento de que las cosas hubieran ocurrido de esta forma... ya
que quizá estaba equivocado. Quizás aún le amase, tal como él todavía la quería
a ella.
A lo mejor le
pediría que volviese. Le llamaría diciendo:
- Tony, Tony,
no te vayas.
Y luego todo
iría sobre ruedas; ya podría volver.
Pero descubrió
que ya había pasado la puerta del remolque y ella aún no había dicho nada.
Alcanzó el extremo de la sombra que proyectaba el gran entoldado, y vio
aparecer ante sí su propia sombra, más larga que él mismo. Y ella sin decir
nada. No le había pedido que volviese, y la amargura que sintió era más negra
que su sombra. Su vida eran cenizas, y su amor era odio.
Su mano, no
recordaba haberla metido allí, se introducía en un bolsillo, empuñando con
fiereza su navaja. Se le había ocurrido que alguien más la conseguiría.
Ese pensamiento
era una agonía. Era insoportable pensar que ella pudiera entregarse a otro
hombre. Y un día u otro lo haría; era una mujer de carne y hueso, hecha para
amar. Algún día, quizá no demasiado lejano ahora que ya no le amaba, se
entregaría a otro.
Continuó
andando pero disminuyendo el paso; y la sombra que iba frente a él, a través
del camino, también disminuyó el paso. Y otra sombra, la de ella, se acercó. Se
acercaba por su espalda arrastrándose silenciosamente con uno de los brazos en
alto...
- ¡Sí, te vas y
te mataré!
Como una
centella cruzó por su mente este pensamiento. Eso era lo que ella había dicho
aquella misma mañana, durante la pelea. Una de las frases más agradables, después
de amenazarla él con irse. No lo había creído. Lo había olvidado. En su
interior, algo se rió. Giró sobre sí y clavó la navaja hasta la empuñadura...
El cuerpo de
ella yacía, cara abajo, sobre la hierba del campo. Su golpe había sido certero,
al corazón, al voluble y criminal corazón de su esposa. Pero estaba contento...
vaya palabra, contento... de que ella hubiera caído con el rostro hacia tierra,
ya que así no podía verle la cara. Muerta.
Tenía que hacer
algo. Tenía que hacer algo con sus piernas y pies; correr, correr hacia las
vías donde podría alcanzar un tren de carga. Debía escapar. No comprendía el
porqué, ni la razón de desearlo, ni su importancia. Pero algo en su interior le
indicaba que corriese, que escapase.
Fuera lo que
fuese, no era lo bastante fuerte como para hacerle ir con prisas, por lo menos
en aquel momento. Se arrodilló para secar su cuchillo entre la hierba,
levantándose de nuevo para guardarse la navaja en la chaqueta, volviéndose de
espaldas hacia lo que acababa de hacer, colocando un pie delante de otro en
dirección al ferrocarril, moviéndose despacio como un autómata, como un
sonámbulo.
Algo en su
interior le gritaba que corriese, que se apresurase, pero su cuerpo no le
obedecía. Caminaba como quien vadea con agua hasta el pecho.
Sólo a unos
pasos de distancia, se paró y se volvió. Sus ojos bebieron la última visión de
ella. Su delicado cuerpo aún yacía atravesado en el camino, sus brazos entre la
hierba más alta como si ella se asiera a la tierra a pesar de que su alma ya no
podía hacerlo.
No pudo ver sus
manos ni el estilete que debía sostener con una de ellas, la mano que, se había
alzado cobardemente sobre su espalda. De no ser por la sombra que la
traicionó...
Logró volver la
cara, dar un paso y luego otro, y continuar hacia el ferrocarril.
¡Marie, Marie!,
oía en el ritmo de sus pasos y en los latidos de su corazón y de su pulso. Está
muerta, está muerta. Y un dolor profundo contrajo sus entrañas al pensar que
estaba muerta... pero no por haberla apuñalado.
Él no había
tenido que volver para matarla y evitar se entregase a otro hombre. No lo había
decidido, por lo que no sentía remordimientos en su interior; ella había sido
la que, silenciosamente y por la espalda, se le había acercado para matarlo,
pero la sombra proyectada por la luna la traicionó.
Un paso y luego
otro, lentos. Debía apresurarse ya que ella yacía bajo la luna no lejos de la
feria. No tardarían en encontrarla. Debía apresurarse, pero caminaba despacio.
Un paso y luego otro.
Y al cabo de
mucho tiempo, se encontró con las vías del tren frente a él, esperando el tren
que le llevarla lejos de allí y que ya se acercaba silenciosamente...
¿Silenciosamente?
No tuvo que
levantar las manos para saber que aún estaban ahí, para saber que se había
olvidado de quitárselos... ¡aquellos tapones de espeso algodón que le protegían
los oídos de la explosión en el cañón!
Y entonces,
sabiendo esto, no le costó adivinar el resto. No le costó imaginar a su mujer
pidiéndole que no se fuera, corriendo incluso hacia él con un brazo suplicante
extendido para volverlo a traer a su lado...
Un tren
silencioso pasó frente a él, hacia el otro extremo de la estación; después hizo
marcha atrás. Caminó, acercándose a la vía; volvióse de espaldas al tren
mientras éste se acercaba. Y sus manos se levantaron hacia los oídos, y se
quitó los tapones protectores.
Permaneció
quieto allí, estático, escuchando esta vez una voz tras él.
FIN
Enviado por
Paul Atreides