El Caos Reptante (1920/21)
H.P. Lovecraft y Elizabeth Berkeley
Mucho es
lo que se ha escrito acerca de los placeres y los sufrimientos del opio.
Los éxtasis y horrores de De Quincey y los paradis artificiels
de Baudelaire son conservados e interpretados con tal arte que los hace
inmortales, y el mundo conoce a fondo la belleza, el terror y el misterio
de esos oscuros reinos donde el soñador es transportado. Pero aunque
mucho es lo que se ha hablado, ningún hombre ha osado todavía
detallar la naturaleza de los fantasmas que entonces se revelan
en la mente, o sugerir la dirección de los inauditos caminos
por cuyo adornado y exótico curso se ve irresistiblemente lanzado
el adicto. De Quincey fue arrastrado a Asia, esa fecunda tierra de sombras
nebulosas cuya temible antigüedad es tan impresionante que "la
inmensa edad de la raza y el nombre se impone sobre el sentido de juventud
en el individuo", pero él mismo no osó ir más
lejos. Aquellos que han ido más allá rara vez volvieron
y, cuando lo hicieron, fue siempre guardando silencio o sumidos en la
locura. Yo consumí opio en una ocasión... en el año
de la plaga, cuando los doctores trataban de aliviar los sufrimientos
que no podían curar. Fue una sobredosis -mi médico estaba
agotado por el horror y los esfuerzos- y, verdaderamente, viajé
muy lejos. Finalmente regresé y viví, pero mis noches se
colmaron de extraños recuerdos y nunca más he permitido
a un docotor volver a darme opio.
Cuando me administraron la
droga, el sufrimiento y el martilleo en mi cabeza habían sido insufribles.
No me importaba el fututo; huir, bien mediante curación, inconsciencia
o muerte, era cuanto me importaba. Estaba medio delirando, por eso es
difícil ubicar el momento exacto de la transición, pero
pienso que el efecto debió comenzar poco antes de que las palpitaciones
dejaran de ser dolorosas. Como he dicho, fue una sobredosis; por lo cual,
mis reacciones probablemente distaron mucho de ser normales. La sensación
de caída, curiosamente disociada de la idea de gravedad o dirección,
fue suprema, aunque había una impresión secundaria de muchedumbres
invisibles de número incalculable, multitudes de naturaleza infinitamente
diversa, anque todas más o menos relacionadas conmigo. A veces,
menguaba la sensación de caída mientras sentía que
el universo o las eras se desplomaban ante mí. Mis sufrimientos
cesaron repentinamente y comencé a asociar el latido con una fuerza
externa más que con una interna. También se había
detenido la caída, dando paso a una sensación de descanso
efímero e inquieto, y, cuando escuché con mayor atención,
fantaseé con que los latidos procedieran de un mar inmenso e inescrutable,
como si sus siniestras y colosales rompientes laceraran alguna playa desolada
tras una tempestad de titánica magnitud. Entonces abrí los
ojos.
Por un instante, los contornos
parecieron confusos, como una imagen totalmente desenfocada, pero gradulamente
asimilé mi solitaria presencia en una habitación extraña
y hermosa iluminada por multitud de ventanas. No pude hacerme la idea
de la exacta naturaleza de la estancia, porque mis sentidos distaban aún
de estar ajustados, pero advertí alfombras y colgaduras multicolores,
mesas, sillas, tumbonas y divanes de elaborada factura, y delicados jarrones
y ornatos que sugerían lo exótico sin llegar a ser totalmente
ajenos. Todo eso percibí, aunque no ocupó mucho tiempo en
mi mente. Lenta, pero inexorablemente, arrastrándose sobre mi conciencia
e imponiéndose a cualquier otra impresión, llegó
un temor vertiginoso a lo desconocido, un miedo tanto mayor cuanto que
no podía analizarlo y que parecía concernir a una furtiva
amenaza que se aproximaba... no la muerte, sino algo sin nombre, un ente
inusitado indeciblemente más espantoso y aborrecible.
Inmediatamente me percaté
de que el símbolo directo y excitante de mi temor era el odioso
martilleo cuyas incesantes reverberaciones batían enloquecedoramente
contra mi exhausto cerebro. Parecía proceder de un punto fuera
y abajo del edificio en el que me hallaba, y estar asociado con las más
terroríficas imágenes mentales. Sentí que algún
horrible paisaje u objeto acechaban más allá de los muros
tapizados de seda, y me sobrecogí ante la idea de mirar por las
arqueadas ventanas enrejadas que se abrían tan insólitamente
por todas partes. Descubriendo postigos adosados a esas ventanas, los
cerré todos, evitando dirigir mis ojos al exterior mientras lo
hacía. Entonces, empleando pedernal y acero que encontré
en una de las mesillas, encendí algunas velas dispuestas a lo largo
de los muros en barrocos candelabros. La añadida sensación
de seguridad que prestaban los postigos cerrados y la luz artificial calmaron
algo mis nervios, pero no fue posible acallar el monótono retumbar.
Ahora que estaba más calmado, el sonido se convirtió en
algo tan fascinante como espantoso. Abriendo una portezuela en el lado
de la habitación cercano al martilleo, descubrí un pequeño
y ricamente engalanado corredor que finalizaba en una tallada puerta y
un amplio mirador. Me vi irresistiblemente atraído hacia éste,
aunque mis confusas aprehensiones me forzaban igualmente hacia atrás.
Mientras me aproximaba, pude ver un caótico torbellino de aguas
en la distancia. Enseguida, al alcanzarlo y observar el exterior en todas
sus direcciones, la portentosa escena de los alrededrores me golpeó
con plena y devastadora fuerza.
Contemplé una visión
como nunca antes había observado, y que ninguna persona viviente
puede haber visto salvo en los delirios de la fiebre o en los infiernos
del opio. La costrucción se alzaba sobre un angosto punto de tierra
-o lo que ahora era un angosto punto de tierra- remontando unos 90 metros
sobre lo que últimamemnte debió ser un hirviente torbellino
de aguas enloquecidas. A cada lado de la casa se abrían precipicios
de tierra roja recién excavados por las aguas, mientras que enfrente
las temibles olas continuaban batiendo de forma espantosa, devorando la
tierra con terrible monotonía y deliberación. Como a un
kilómetro se alzaban y caían amenazadoras rompientes de
no menos de cinco metros de altura y, en el lejano horizonte, crueles
nubes negras de grotescos contornos colgaban y acechaban como buitres
malignos. Las olas eran oscuras y purpúreas, casi negras, y arañaban
el flexible fango rojo de la orilla como toscas manos voraces. No pude
por menos que sentir que alguna nociva entidad marina había declarado
una guerra a muerte contra toda la tierra firme, quizá instigada
por el cielo enfurecido.
Recobrándome al fin
del estupor en que ese espectáculo antinatural me había
sumido, descubrí que mi actual peligro físico era agudo.
Aun durante el tiempo en que observaba, la orilla había perdido
muchos metros y no estaba lejos el momento en que la casa se derrumbaría
socavada en el atroz pozo de las olas embravecidas. Por tanto, me apresuré
hacia el lado opuesto del edificio y, encontrando una puerta, la cerré
tras de mí con una curiosa llave que colgaba en el interior. Entonces
contemplé más de la extraña regón a mi alrededor
y percibí una singular división que parecía existir
entre el océano hostil y el firmamemnto. A cada lado del descollante
promontorio imperaban distintas condiciones. A mi izquiera, mirando tierra
adentro, había un mar calmo con grandes olas verdes corriendo apaciblemente
bajo un sol resplandeciente. Algo en la naturaleza y posición del
sol me hicieron entremecer, aunque no pude entonces, como no puedo ahora,
decir qué era. A mi derecha también estaba el mar, pero
era azul, calmoso, y sólo ligeramente ondulado, mientras que el
cielo sobre él estaba oscurecido y la ribera era más blanca
que enrojecida.
Ahora volví mi atención
a tierra, y tuve ocasión de sorprenderme nuevamente, puesto que
la vegetación no se parecía en nada a cuanto hubiera visto
o leído. Aparentemente, era tropical o al menos subtropical...
una conclusión extraída del intenso calor del aire. Algunas
veces pude encontrar una extraña analogía con la flora de
mi tierra natal, fantaseando sobre el supuesto de que las plantas y matorrales
familiares pudieran asumir dichas formas bajo un radical cambio de clima;
pero las gigantescas y omipresentes palmeras eran totalmente extranjeras.
La casa que acababa de abandonar era muy pequeña -apenas mayor
que una cabaña- pero su material era evidentemente mármol,
y su arquitectura extraña y sincrética, en una exótica
amalgama de formas orientales y occidentales. En las esquinas había
columnas corintias, pero los tejados rojos eran como los de una pagoda
china. De la puerta que daba a tierra nacía un camino de singular
arena blanca, de metro y medio de anchura y bordeado por imponentes palmeras,
así como por plantas y arbustos en flor desconocidos. Corría
hacia el lado del promontorio donde el mar era azul y la ribera casi blanca.
Me sentí impelido a huir por este camino, como perseguido por algún
espíritu maligno del océano retumbante. Al principio remontaba
ligeramente la ribera, luego alcancé una suave cresta. Tras de
mí, vi el paisaje que había abandonado: toda la punta con
la cabaña y el agua negra, con el mar verde a un lado y el mar
azul al otro, y una maldición sin nombre e indescriptible cerniéndose
sobre todo. No volví a verlo más y a menudo me pregunto...
Tras esta última mirada, me encaminé hacia delante y escruté
el panorama de tierra adentro que se extendía ante mí.
El camino, como he dicho,
corría por la ribera derecha si uno iba hacia el interior. Delante
y a la izquierda vislumbré entonces un magnífico valle,
que abarcaba miles de acres, sepultado bajo un oscilante manto de hierba
tropical más alta que mi cabeza. Casi al límite de la visión
había una colosal palmera que parecía fascinarme y reclamarme.
En este momento, el asombro y la huida de la península condenada
habían, con mucho, disipado mi temor, pero cuando me detuve y desplomé
fatigado sobre el sendero, hundiendo ociosamente mis manos en la cálida
arena blancuzco-dorada, un nuevo y agudo sonido de peligro me embargó.
Algún terror en la alta hierba sibilante pareció sumarse
a la del diabólico mar retumbante y me alcé gritando fuerte
y desabridamente.
-¿Tigre? ¿Tigre?
¿Es un tigre? ¿Bestias? ¿Bestias? ¿Es una
bestia lo que me atemoriza?
Mi mente retrocedía
hasta una antigua y clásica historia de tigres que había
leído; traté de recordar al autor, pero tuve alguna dificultad.
Entonces, en mitad de mi espanto, recordé que el relato pertenecía
a Ruyard Kipling; no se me ocurrió lo ridículo que resultaba
considerarle como un antiguo autor. Anhelé el volumen que contenía
esta historia, y casi había comenzado a desandar el camino hacia
la cabaña condenada cuando el sentido común y el señuelo
de la palmera me contuvieron.
Si hubiera o no podido resistir
el deseo de retroceder sin el concurso de la fascinación por la
inmensa palmera, es algo que no sé. Su atracción era ahora
predominante, y dejé el camino para arrastrarme sobre manos y rodillas
por la pendiente del valle, a pesar de mi miedo hacia la hierba y las
serpientes que pudiera albergar. Decidí luchar por mi vida y cordura
tanto como fuera posible y contra todas las amenazas del mar o tierra,
aunque a veces temía la derrota mientras el enloquecido silbido
de la misteriosa hierba se unía al todavía audible e irritante
batir de las distantes rompientes. Con frecuencia, debía detenerme
y tapar mis oídos con las manos para aliviarme, pero nunca pude
acallar del todo el detestable sonido. Fue tan sólo tras eras,
o así me lo pareció, cuando finalmente pude arrastrarme
hasta la increíble palmera y reposar bajo su sombra protectora.
Entonces ocurrieron una serie
de incidentes que me transportaron a los opuestos extremos del éxtasis
y el horror; sucesos que temo recordar y sobre los que no me atrevo a
buscar interpretación. Apenas me había arrastrado bajo el
colgante follaje de la palmera, cuando brotó de entre sus ramas
un muchacho de una belleza como nunca antes viera. Aunque sucio y harapiento,
poseía las facciones de un fauno o semidiós, e incluso parecía
irradiar en la espesa sombra del árbol. Sonrió tendiendo
sus manos, pero antes de que yo pudiera alzarme y hablar, escuché
en el aire superior la exquisita melodía de un canto; notas altas
y bajas tramadas con etérea y sublime armonía. El sol se
había hundido ya bajo el horizonte, y en el crepúsculo vi
una aureola de mansa luz rodeando la cabeza del niño. Entonces
se dirigió a mí con timbre argentino.
-Es el fin. Han bajado de
las estrellas a través del ocaso. Todo está colmado y más
allá de las corrientes arinurianas moraremos felices en Teloe.
Mientras el niño hablaba,
descubrí una suave luminosidad a través de las frondas de
las palmeras y vi alzarse saludando a dos seres que supe debían
ser parte de los maestros cantores que había escuchado. Debían
ser un dios y una diosa, porque su belleza no era la de los mortales,
y ellos tomaron mis manos diciendo:
-Ven, niño, has escuchado
las voces y todo está bien. En Teloe, más allá de
las Vía Láctea y las corrientes arinurianas, existen ciudades
de ámbar y calcedonia. Y sobre sus cúpulas de múltiples
facetas relumbran los reflejos de extrañas y hermosas estrellas.
Bajo los puentes de marfil de Teloe fluyen los ríos de oro líquido
llevando embarcaciones de placer rumbo a la floreciente Cytarion de los
Siete Soles. Y en Teloe y Cytarion no existe sino juventud, belleza y
placer, ni se escuchan más sonidos que los de las risas, las canciones
y el laúd. Sólo los dioses moran en Teloe la de los ríos
dorados, pero entre ellos tú habitarás.
Mientras escuchaba embelesado,
me percaté súbitamente de un cambio en los alrederores.
La palmera, que últimamente había resguardado a mi cuerpo
exhausto, estaba ahora a mi izquierda y considerablemente debajo. Obviamente
flotaba en la atmósfera; acompañado no sólo por el
extraño chico y la radiante pareja, sino por una creciente muchedumbre
de jóvenes y doncellas semiluminosos y coronados de vides, con
cabelleras sueltas y semblante feliz. Juntos ascendimos lentamente, como
en alas de una fragante brisa que soplara no desde la tierra sino en dirección
a la nebulosa dorada, y el chico me susurró en el oído que
debía mirar siempre a los senderos de luz y nuca abajo, a la esfera
que acababa de abandonar. Los mozos y muchachas entonaban ahora dulces
acompañamientos con los laúdes y me sentía envuelto
en una paz y felicidad más profunda de lo que hubiera imaginado
en toda mi vida, cuando la intrusión de un simple sonido alteró
mi destino destrozando mi alma. A través de los arrebatados esfuerzos
de cantores y tañedores de laúd, como una armonía
burlesca y demoníaca, atronó desde los golfos inferiores
el maldito, el detestable batir del odioso océano. Y cuando aquellas
negras rompientes rugieron su mensaje en mis oídos, olvidé
las palabras del niño y miré abajo, hacia el condenado paisaje
del que creía haber escapado.
En las profundidades del
éter vi la estigmatizada tierra girando, siempre girando, con irritados
mares tempestuosos consumiendo las salvajes y arrasadas costas y arrojando
espuma contra las tambaleantes torres de las ciudades desoladas. Bajo
una espantosa luna centelleaban visiones que nunca podré describir,
visiones que nunca olvidaré: desiertos de barro cadavérico
y junglas de ruina y decadencia donde una vez se extendieron las llanuras
y poblaciones de mi tierra natal, y remolinos de océano espumeante
donde otrora se alzaran los poderosos templos de mis antepasados. Los
alrederores del polo Norte hervían con ciénagas de estrepitoso
crecimiento y vapores malsanos que silbaban ante la embestida de las inmensas
olas que se encrespaban, lacerando, desde las temibles profundidades.
Entonces, un desgarrado aviso cortó la noche, y a través
del desierto de desiertos apareció una humeante falla. El océano
negro aún espumeaba y devoraba, consumiendo el desierto por los
cuartro costados mientras la brecha del centro se ampliaba y ampliaba.
No había otra tierra
salvo el desierto, y el océano furioso todavía comía
y comía. Sólo entonces pensé que incluso el retumbante
mar parecía temeroso de algo, atemorizado de los negros dioses
de la tierra profunda que son más grandes que el malvado dios de
las aguas, pero, incluso si era así, no podía volverse atrás,
y el desierto había sufrido demasiado bajo aquellas olas de pesadilla
para apiadarse ahora. Así, el océano devoró la última
tierra y se precipitó en la brecha humeante, cediendo de este modo
todo cuanto había conquistado. Fluyó nuevamente desde las
tierras recién sumergidas, desvelando muerte y decadencia y, desde
su viejo e inmemorial lecho, goteó de forma repugante, revelando
secretos ocultos en los años en que el Tiempo era joven y los dioses
aún no habían nacido. Sobre las olas se alzaron recordados
capiteles sepultados bajo las algas. La luna arrojaba pálidos lirios
de luz sobre la muerta Londres, y París se levantaba sobre su húmeda
tumba para ser santificada con polvo de estrellas. Después, brotaron
capiteles y monolitos que estaban cubiertos de algas pero que no eran
recordados; terribles capiteles y monolitos de tierras acerca de las cuales
el hombre jamás supo.
No había ya retumbar
alguno, sino sólo el ultraterreno bramido y siseo de las aguas
precipitándose en la falla. El humo de esta brecha se había
convertido en vapor, ocultando casi el mundo mientras se hacía
más y más denso. Chamuscó mi rostro y manos, y cuando
miré para ver cómo afectaba a mis compañeros descubrí
que todos habían desaparecido. Entonces todo terminó bruscamente
y no supe más hasta que desperté sobre una cama de convalecencia.
Cuando la nube de humo procedente del golfo plutónico veló
por fin toda mi vista, el firmamento entero chilló mientras una
repentina agonía de reverberaciones enloquecidas sacudía
el estremecido éter. Sucedió en un relámpago y explosión
delirantes; un cegador, ensordecedor holocausto de fuego, humo y trueno
que disolvió la pálida luna mientras la arrojaba al vacío.
Y cuando el humo clareó
y traté de ver la tierra, tan sólo pude contemplar, contra
el telón de frías y burlonas estrellas, al sol moribundo
y a los pálidos y afligidos planetas buscando a su hermana.
The Crawling Chaos (1920/21). Con Winifred Virginia Jackson. Originalmente
publicado en The United Amateur, 1920, con los seudónimos de Elizabeth
Neville Berkeley y Lewis Theobald. Elaborado por Lovecraft.
En "El museo de los Horrores", 1993, Editorial Edaf, España.
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