En
la cripta*
H.P. Lovecraft
Dedicado a C.W. Smith, que sugirió la idea central
Nada más absurdo, a mi juicio, que esa tópica asociación
entre lo hogareño y lo saludable que parece impregnar la psicología de
la multitud. Mencione usted un bucólico paraje yanqui, un grueso y chapucero
enterrador de pueblo y un descuidado contratiempo con una tumba, y ningún
lector esperará otra cosa que un relato cómico, divertido pero grotesco.
Dios sabe, empero, que la prosaica historia que la muerte de George Birch
me permite contar tiene, en sí misma, ciertos elementos que hacen que
la más oscura de las comedias resulte luminosa. Birch quedó impedido y
cambió de negocio en 1881, aunque nunca comentaba el asunto si es que
podía evitarlo. Tampoco lo hacía su viejo médico, el doctor Davis, que
murió hace años. Se acepta generalmente que su dolencia y daños fueron
resultado de un desafortunado resbalón por el que Birch quedó encerrado
durante nueve horas en el mortuorio cementerio de Peck Valley, logrando
salir sólo mediante toscos y destructivos métodos. Pero mientras que esto
es una verdad de la que nadie duda, había otros y más negros aspectos
sobre los que el hombre solía murmurar en sus delirios de borracho, cerca
de su final. Se confió a mí porque yo era médico, y porque probablemente
sentía la necesidad de hablar con alguien después de la muerte de Davis.
Era soltero y carecía completamente de parientes.
Birch, antes de 1881, era el enterrador municipal de Peck
Valley, siendo un rústico y primitivo, incluso para como puede ser ese
tipo de gente. Lo que he oído sobre sus métodos resulta increíble, al
menos para una ciudad, e incluso Peck Valley se había estremecido de haber
conocido la dudosa ética de sus artes mortuorias en materias tan escabrosas
como el apropiarse de los forros, invisibles bajo la tapa del ataúd, o
el grado de dignidad que daba al disponer y adaptar los miembros no visibles
de sus inquilinos sin vida a unos recipientes no siempre calculados con
exactitud precisa. Más concretamente, Birch era dejado, insensible y profesionalmente
indeseable, aunque no creo que fuera mala persona. Era, sencillamente,
tosco de temperamento y profesión... bruto, descuidado y borracho, y así
lo probaba su fácil tendencia a los accidentes, así como su carencia de
esos mínimos de imaginación que mantiene el ciudadano medio dentro de
ciertos límites fijados por el buen gusto.
No sabría decir cuándo comienza la historia de Birch, ya
que no soy un relator avezado. Supongo que puede empezar en el frío Diciembre
de 1880, cuando el terreno se heló y los sepultureros descubrieron que
no podían cavar más tumbas hasta la primavera. Afortunadamente, el pueblo
era pequeño y las muertes bastante escasas, por lo que fue imposible dar
a todas las cargas inanimadas de Birch un paraíso temporal en el simple
y anticuado mortuorio. El enterrador se volvió doblemente perezoso con
aquel tiempo amargo y pareció sobrepasarse a sí mismo en descuido. Nunca
había colocado juntos tantos ataúdes flojos y contrahechos, o abandonado
más flagrantemente el cuidado del oxidado cerrojo de la puerta del mortuorio,
que abría y cerraba a portazos, con el más negligente abandono.
Al fin llegó el deshielo de primavera y las tumbas fueron
laboriosamente habilitadas para los nueve silenciosos frutos del espantoso
cosechero que les aguardaba en la tumba. Birch, aun temiendo el fastidio
de remover y enterrar, comenzó a trasladarlos una desagradable mañana
de abril, pero se detuvo, tras depositar a un mortal inquilino en su eterno
descanso, por culpa de una tremenda lluvia que pareció irritar a su caballo.
El cadáver era el de Darius Park, el nonagenario, cuya tumba no estaba
lejos del mortuorio. Birch decidió que, el día siguiente, empezaría con
el viejo Matthew Fenner, cuya tumba también se encontraba cerca; pero
la verdad es que pospuso el asunto por tres días, no volviendo al trabajo
hasta el día 15, Viernes Santo. No siendo supersticioso, no se fijó en
la fecha, aunque tras lo que pasó se negó siempre a hacer algo de importancia
en ese fatídico sexto día de la semana. Desde luego, los sucesos de aquella
noche cambiaron enormemente a George Birch.
La tarde del 15 de abril, viernes, Birch se dirigió a la
tumba con caballo y carro, dispuesto a trasladar el cuerpo de Matthew
Fenner. Él admite que en aquellos momentos no estaba del todo sobrio,
aunque entonces no se daba tan plenamente a la bebida como haría más tarde,
tratando de olvidar ciertas cosas. Se encontraba sólo lo bastante mareado
y descuidado como para fastidiar a su sensible caballo, sofrenándolo junto
al mortuorio, por lo que éste relinchó y piafó y se agitó, tal como lo
hiciera la ocasión anterior, cuando le molestó la lluvia. El día era claro,
pero se había levantado un fuerte viento, y Birch se alegró de contar
con refugio mientras corría el cerrojo de hierro y entraba en el vestíbulo
de la cripta. Otro no podría haber soportado la húmeda y olorosa estancia,
con los ocho ataúdes descuidadamente colocados, pero Birch, en aquellos
días, era insensible y sólo cuidaba de poner el ataúd correcto en la tumba
correspondiente. No había olvidado las críticas suscitadas por los parientes
de Hannah Bixby cuando, deseando transportar el cuerpo de ésta al cementerio
de la ciudad a la que se habían mudado, encontraron en la caja al juez
Capwell bajo su lápida.
La luz era tenue, pero la vista de Birch era buena y no
cogió por error el ataúd de Asaph Sawyer, a pesar de que era muy similar.
De hecho, había fabricado aquella caja para Matthew Fenner, pero la dejó
a un lado, por ser demasiado tosca y endeble, en un rapto de curioso sentimentalismo
provocado por el recuerdo de cuán amable y generoso fue con él el pequeño
anciano durante su bancarrota, cinco años antes. Había dado al viejo Matt
lo mejor que su habilidad podía crear, pero era lo bastante ahorrativo
como para guardarse el ejemplar desechado y usarlo cuando Asaph Sawyer
murió de fiebres malignas. Sawyer no era un hombre amable y se contaban
muchas historias sobre su casi inhumano temperamento vengativo y su tenaz
memoria para ofensas reales o fingidas. Con él, Birch no sintió remordimientos
cuando le asignó el destartalado ataúd que ahora apartaba de su camino,
buscando la caja de Fenner.
Fue justo al reconocer el ataúd del viejo Matt cuando
la puerta se cerró de un portazo, empujada por el viento, dejándolo en
una penumbra aún más profunda que la de antes. El angosto tragaluz admitía
sólo el paso de los más débiles rayos, y el ventiladero sobre su cabeza
virtualmente ninguna, así que se vió obligado a un profano palpar mientras
hacía un trastabilleante camino entre las cajas, rumbo al pestillo. En
esa penumbra fúnebre agitó el mohoso pomo, empujó las planchas de hierro
y se preguntó porqué el enorme portón se había vuelto repentinamente tan
recalcitrante. En ese crepúsculo, además, comenzó a comprender la verdad
y gritó en voz alta, mientras su caballo, fuera, no pudo más que darle
una réplica, aunque poco amistosa. Porque el pestillo tanto tiempo descuidado
se había roto sin duda, dejando al descuidado enterrador atrapado en la
cripta, víctima de su propia desidia.
Aquello debió suceder sobre las tres y media de la tarde.
Birch, siendo de temperamento flemático y práctico, no gritó durante mucho
tiempo, sino que procedió a buscar algunas herramientas que recordaba
haber visto en una esquina de la sala. Es dudoso que sintiera todo el
horror y lo horripilante de su posición, pero el solo hecho de verse atrapado
tan lejos de los caminos transitados por los hombres era suficiente para
exasperarlo por completo. Su trabajo diurno se había visto tristemente
interrumpido, y a no ser que la suerte llevase en aquellos momentos a
algún caminantehasta las cercanías, debería quedarse allí toda la noche
o más tarde. Pronto apareció el montón de herramientas y, seleccionando
martillo y cincel, Birch regresó, entre los ataúdes, a la puerta. El aire
había comenzado a ser excesivamente malsano, pero no prestó atención a
este detalle mientras se afanaba, medio a tientas, contra el pesado y
corroído metal del pestillo. Hubiera dado lo que fuera por tener una linterna
o un cabo de vela, pero, careciendo de ambos, chapuceaba como podía, medio
a ciegas.
Cuando se cercionó de que el pestillo estaba bloqueado
sin remisión, al menos para herramientas tan rudimentarias y bajo tales
condiciones tenebrosas de luz, Birch buscó alrededor otras cosas de escapar.
La cripta había sido excavada en una ladera, por lo que el angosto túnel
de ventilación del techo corría a través de algunos metros de tierra,
haciendo que esta dirección fuera inútil de considerar. Sobre la puerta,
no obstante, el tragaluz alto y en forma de hendidura, situado en la fachada
de ladrillo, dejaba pensar en que podría ser ensanchado por un trabajador
diligente, de ahí que sus ojos se demoraran largo rato sobre él mientras
se estrujaba el cerebro buscando métodos de escapatoria. No había nada
parecido a una escalera en aquella tumba, y los nichos para ataúdes situados
a los lados y el fondo -que Birch apenas se molestaba en utilizar- no
permitían trepar hasta encima de la puerta. Sólo los mismos ataúdes quedaban
como potenciales peldaños, y, mientras consideraba aquello, especuló sobre
la mejor forma de colocarlos. Tres ataúdes de altura, supuso, permitirían
alcanzar el tragaluz, pero lo haría mejor con cuatro, lo más estable posible.
Mientras lo planeaba, no pudo por menos que desear que las unidades de
su planeada escalera hubieran sido hechas con firmeza. Que hubiera tenido
la suficiente imaginación como para desear que estuvieran vacías, ya resultaba
más dudosa.
Finalmente, decidió colocar una base de tres, paralelos
al muro, para colocar sobre ellos dos pisos de dos y, encima de éstos,
uno solo que serviría de plataforma. Tal estructura permitiría el ascenso
con un mínimo de problemas y daría la deseada altura. Aún mejor, pensó,
podría utilizar sólo dos cajas de base para soportar todo, dejando uno
libre, que podría ser colocado en lo alto encaso de que tal forma de escape
necesitase aún mayor altitud. Y, de esta forma el prisionero se esforzó
en aquel crepúsculo, desplazando los inertes restos de mortalidad sin
la menor ceremonia, mientras su Torre de Babel en miniatura iba ascendiendo
piso a piso. Algunos de los ataúdes comenzaros a rajarse bajo el esfuerzo
del ascenso, y él decidió dejar el sólidamente construído ataúd del pequeño
Matthew Fenner para la cúspide, de forma que sus pies tuvieran una superficie
tan sólida, como fuera posible. En la escasa luz había que confiar ante
todo en el tacto para seleccionar la caja adecuada y, de hecho, la encontró
por accidente, ya que llegó a sus manos como através de alguna extraña
volición, después de que la hubiera colocado inadvertidamente junto a
otra en el tercer piso.
Al cabo, la torre estuvo acabada, y sus fatigados brazos
descansaron un rato, durante el que se sentó en el último peldaño de su
espantable artefacto; luego , Birch ascendió cautelosamente con sus herramientas
y se detuvo frente al angosto tragaluz. Los bordes eran totalmente de
ladrillo y había pocas dudas de que, con unos pocos golpes de cincel,
se abriría lo bastante como para permitir el paso de su cuerpo. Mientras
comenzaba a golpear con el martillo, el caballo, fuera, relinchaba en
un tono que podría haber sido tanto de aliento como de burla. Cualquiera
de los dos supuestos hubiera sido apropiado, ya que la inesperada tenacidad
de la albañilería, fácil a simple vista, resultaba sin duda sardónicamente
ilustrativa de la vanidad de los anhelos de los mortales, aparte de motivo
de una tarea cuya ejecución necesitaba cada estímulo posible.
Llegó el anochecer y encontró a Birch aún pugnando. Trabajaba
ahora sobre todo el tacto, ya que nuevas nubes cubrieron la luna y, aunque
los progresos eran todavía lentos, se sentía envalentonado por sus avances
en lo alto y lo bajo de la abertura. Estaba seguro se que podría tenerlo
listo a medianoche... aunque era una cracterística suya el que esto no
contuviera para él implicaciones temibles. Ajeno a opresivas reflexiones
sobre la hora, el lugar y la compañia que tenía bajo sus pies, despedazaba
filosóficamente el muro de piedra, maldiciendo cuando le alcanzaba un
fragmento en el rostro, y riéndose cuando alguno daba en el cada vez más
excitado caballo que piafaba cerca del ciprés. Al final, el agujero fué
lo bastante grande como para intentar pasar el cuerpo por él, agitándose
hasta que los ataúdes se mecieron y crujieron bajo sus pies. Descubrió
que no necesitaba apilar otro para conseguir la altura adecuada, ya que
el agujero se encontraba exactamente en el nivel apropiado, siendo posible
usarlo tan pronto como el tamaño así lo permitiera.
Debía ser ya la medianoche cuando Birch decidió que podía
atravesar el tragaluz. Cansado y sudando, a pesar de los muchos descansos,
bajó al suelo y se sentó un momento en la caja del fondo a tomar fuerzas
para esfuerzo final de arrastrarse y saltar al exterior. El hambriento
caballo estaba relinchando repetidamente y de forma casi extraña, y él
deseó vagamente que parara. Se sentía curiosamente desazonado por su inminente
escapatoria y casi espantado de intentarlo, ya que su físico tenía la
indolente corpulencia de la temprana media edad. Mientras ascendía por
los astillados ataúdes sintió con intensidad su peso, especialmente cuando,
tras llegar al de más arriba, escuchó ese agravado crujir que presagiaba
la fractura total de la madera. Al parecer, había planificado en vano
elegir el más sólido de los ataúdes para la plataforma, ya que, apenas
apoyó todo su peso de nuevo sobre esa pútrida tapa, ésta cedió, hundiéndole
medio metro sobre algo que no quería ni imaginar. Enloquecido por el sonido,
o por el hedor que se expandió al aire libre, el caballo lanzó un alarido
que era demasiado frenético para un relincho, y se lanzó enloquecido a
través de la noche, con la carreta traqueteando enloquecidamente a su
zaga.
Birch, en esa espantosa situación, se encontraba ahora
demasiado abajo para un fácil ascenso hacia el agrandado tragaluz, pero
acumuló energías para un intento concreto. Asiendo los bordes de la abertura,
tratando de auparse cuando notó un extraño impedimento en forma de una
especie de tirón en sus dos tobillos. Enseguida sintió miedo por primera
vez en la noche, ya que, aunque pugnaba, no conseguía librarse del desconocido
agarrón que hacía presa de sus tobillos en entorpecedora cautividad. Horribles
dolores, como de salvajes heridas, le laceraron las pantorrillas, y en
su mente se produjo un remolino de espanto mezclado con un inamovible
materialismo que sugería astillas, clavos sueltos y similares, propios
de una caja rota de madera. Quizás gritó. Y en todo momento pateaba y
se debatía frenética y casi automáticamente mientras su conciencia casi
se eclipsaba en un medio desmayo.
El instinto guió su deslizamiento a través del tragaluz,
y, en el arrastrar que siguió, cayó con un golpetazo sobre el húmedo terreno.
No podía caminar, al parecer, y la emergente luna debió presenciar una
horrible visión mientras él arrastraba sus sangrantes tobillos hacia la
portería del cementerio; los dedos hundiéndose en el negro mantillo, apresurándose
sin pensar, y el cuerpo respondiendo con una enloquecedora lentitud que
se sufre cuando uno es perseguido por los fantasmas de la pesadilla. No
obstante, era evidente que no había perseguidor alguno, ya que se encontraba
solo y vivo cuando Armington, el guarda respondió a sus débiles arañazos
en la puerta.
Armington ayudó a Birch a llegar a una cama disponible
y envió a su hijo pequeño, Edwin, a buscar al doctor Davis. El herido
estaba plenamente consciente, pero no pudo decir nada coherente, sino
simplemnete musitar: "¡Ah, mis tobillos!" "Déjame", o "Encerrado en la
tumba". Luego llegó el doctor con su maletín, hizo algunas preguntas escuetas
y quitó al paciente la ropa, los zapatos y los calcetines. Las heridas,
ya que ambos tobillos estaban espantosamente lacerados en torno a los
tendones de Aquiles, parecieron desconcertar sobremanera al viejo médico
y, por último, casi espantarlo. Su interrogatorio se hizo más que médicamente
tenso, y sus manos temblaban al curar los miembros lacerados, vendándolos
como si desease perder de vista las heridas lo antes posible.
Siendo, como era Davis, un doctor frío e impersonal, el
ominoso y espantoso interrogatorio resultó de lo más extraño, intentando
arrancar al fatigado enterrador cada mínimo detalle de su horrible experiencia.
Se encontraba tremendamente ansioso de saber si Birch estaba seguro -absolutamente
seguro- de que era el ataúd de Fenner en la penumbra, y de cómo había
distinguido éste del duplicado de inferior calidad del ruin de Asaph Sawyer.
¿Podría la sólida caja de Fenner ceder tan fácilmente? Davis, un profesional
con larga experiencia en el pueblo, había estado en ambos funerales, aparte
de haber atendido a Fenner como a Sawyer en su última enfermedad. Incluso
se había preguntado, en el funeral de éste último, cómo el vengático granjero
podría caber en una caja tan acorde al diminuto Fenner.
Davis se fue el cabo de dos horas largas, urgiendo a Birch
a insistir en todo momento que sus heridas eran producto enteramente de
clavos sueltos y madera astillada. ¿Qué más, añadió, podría probarse o
creerse en cualquier caso? Pero haría bien en decir tan poco como pudiera
y en no dejar que otro médico tratáse sus heridas. Birch tuvo en cuenta
tal recomendación el resto de su vida, hasta que me contó la historia,
y cuando vi las cicatrices -antiguas y desvaídas como eran- convine en
que había obrado juiciosamente. Quedó cojo para siempre, porque los grandes
tendones fueron dañados, pero creo que mayor fue la cojera de su espírtu.
Su forma de pensar, otrora flemática y lógica, estaba indeleblemente afectada
y resultaba penoso notar su respuesta a ciertas alusiones fortuitas como
"viernes", "tumba", "ataúd", y palabras de menos obvia relación. Su espantado
caballo había vuelto a casa, pero su ingenio nunca lo hizo. Cambió de
negocio, pero siempre anduvo recomido por algo. Podía ser sólo miedo,
o miedo mezclado con una extraña y tardía clase de remordimiento por antiguas
atrocidades cometidas. La bebida, claro, sólo agravó lo que trataba de
aliviar.
Cuando el doctor Davis dejó a Birch esa noche, tomó una
linterna y fue al viejo mortuorio. La luna brillaba en los dispersos trozos
de ladrillo y en la roída fachada, así como en el picaporte de la gran
puerta, lista para abrirse con un toque desde el exterior. Fortificado
por antiguas ordalías en salas de dirección, el doctor entró y miró alrededor,
conteniendo la náusea corporal y espiritual ante todo lo que tenía ante
la vista y el olfato. Gritó una vez, y luego lanzó un boqueo que era más
terrible que cualquier grito. Después huyó a la casa y rompió las reglas
de su profesión alzando y sacudiendo a su paciente, lanzándole una serie
de estremecedores susurros que punzaron en sus oídos como el siseo del
vitriolo.
-¡Era el ataúd de Asaph, Birch, tal como pensaba! Conozco
sus dientes, con esa falta de incisivos superiores... ¡Nunca, por dios,
muestre esas heridas! El cuerpo estaba bastante corrompido, pero si alguna
vez he visto un rostro vengativo... o lo que fue un rostro... ya sabe
que era como un demonio vengativo... cómo arruinó al viejo Raymond treinta
años después de su pleito de lindes, y cómo pateo al perrillo que quizo
morderle el agosto pasado... era el demonio encarnado, Birch, y creo que
su afán de revancha puede vencer a la misma Madre Muerte. ¡Dios mío, qué
rabia! ¡No quiero ni pensar en que se hubiera fijado en mí!
-"¿Por qué lo hizo, Birch? Era un canalla, y no lo reprocho
que le diera un ataúd de segunda, ¡pero fue demasiado lejos! Bastante
tenía con apretujarlo de alguna manera ahí, pero usted sabía cuán pequeño
de cuerpo era el viejo Fenner.
-"Nunca podré borrar esa imagen de mis ojos mientras viva.
Usted debió de patalear fuerte, porque el ataúd de Asaph estaba en el
suelo. Su cabeza se había roto, y todo estaba desparramado. Mira que he
visto cosas, pero eso era demasiado. ¡Ojo por ojo! Cielos, Birch, usted
se lo buscó. La calavera me revolvió el estómago, pero lo otro era peor...
¡Esos tobillos aserrados para hacerle caber en el ataúd desechado de
Matt Fenner!
* Título original: In The Vault (18 de septiembre
de 1925). Primera publicación: The Tryou , noviembre de 1925. Se conserva
un manuscrito en la John Library de la Brown University.
Colaboración de Lucas Sola
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