2. El informe del inspector Legrasse
Los sucesos anteriores por los que mi tío
diera tanta importancia al sueño del escultor y al bajorrelieve
eran el tema de la segunda mitad del largo manuscrito. Ya una vez, parecía,
el profesor Angell había visto los odiosos contronos del monstruo
anónimo, había meditado sobre los desconocidos jeroglíficos,
y había oído las sílabas que sólo la palabra
Cthulhu podía traducir... Todo esto en circunstancias tan
sobrecogedoras que no es raro que persiguiese al joven Wilcox con preguntas
y ruegos.
Esta experiencia anterior había ocurrido
dicisiete años antes, en 1908, mientras la Sociedad Americana de
Arqueología celebraba su consejo anual, en Saint-Louis. El profesor
Angell, por su autoridad y sus méritos, había desempeñado
un papel importante en todas las deliberaciones, y a él se acercaron
varios profanos que aprovechaban la oportunidad de la covocatoria para
hacer preguntas y plantear problemas.
El jefe de ese grupo no tardó en convertirse
en centro de atracción de todo el congreso. Era un hombre de aspecto
muy común, mediana edad, y que había hecho el viaje de New
Orleans a Saint-Louis en busca de cierta información que no había
podido obtener en su distrito. Se llamaba John Raymond Legrasse y era
inspector de policía. Traía consigo el objeto de su viaje:
una estatuita de piedra, repugnante y grotesca, muy antigua aparentemente,
cuyo origen no había logrado determinar.
No debe creerse que el inspector Legrasse se interesara
por la arqueología. Todo lo contrario; su deseo de instruirse tenía
como único origen razones puramente porfesionales. La estatuita,
ídolo, fetiche o lo que fuese, había sido capturada meses
antes en los pantanos boscosos del sur de New Orleans, en el curso de
una expedición contra una presunta ceremonia vudú. Tan singulares
y odiosos eran los ritos, que la policía comprendió que
se hallaba ante un cluto totalmente ignorado, e infinitamente más
diabólico que los del vudú. Los confusos e increíbles
relatos arrancados por la fuerza a los prisioneros nada informaron sobre
su posible origen. De ahí el deseo de la policía de consultar
a alguna autoridad para identificar así el horrible símbolo,
y seguir las huellas del culto hasta sus fuentes.
El inspector Legrasse no había esperado
que su pedido convocara una impresión semejante. La aparición
de la curiosa estatuita bastó para excitar a los hombres de ciencia,
y pronto todos rodearon al inspector para contemplar de cerca la diminuta
figura cuya rareza y aspecto de genuina y abismal antigüedad abrían
perspectivas tan misteriosas y arcaicas. Nadie reconoció la escuela
escultórica de la que había nacido la estatua, y sin embargo
centenares y hasta miles de años parecían haberse posado
en la oscura y verdosa superficie de aquella piedra desconocida.
La figura, que los miembros del congreso pasaron
de mano en mano para estudiarla con más minuciosidad, medía
de unos veinte a veinticinco centímetros de altura y estaba finamente
labrada. Representaba un monstruo de contornos vagamente antropoides,
pero con una cabeza de pulpo cuyo rostro era una masa de tentáculos,
un cuerpo escamoso que sugería cierta elasticidad, cuatro extremidades
dotadas de garras enormes, y un par de alas largas y estrechas en la espalda.
Esta critura, que exhalaba una malignidad antinatural, parecía
ser de una pesada corpulencia, y estaba sentada en un pedestal o bloque
rectangular, cubierto de indescriptibles caracteres. La punta de las alas
rozaban el borde posterior del bloque, el asiento ocupaba el centro, mientras
que las garras largas y curvas de las plegadas extremidades asían
el borde anterior y descendían hasta un cuarto de la altura del
pedestal. La cabeza de cefalópodo se inclinaba hacia el dorso de
las garras enormes que apretaban las elevadas rodillas. El conjunto daba
una impresión de vida anormal, más sutilemente terrorífico
a causa de la imposiblidad de establecer su origen. Su vasta, pavorosa
e incalculable edad era innegable; sin embago, nada permitía relacionarlo
con algún tipo de arte de los comienzos de la civilización.
El material de la estatua encerraba otro misterio.
No había nada parecido, en la geología, o la mineralogía,
a aquella pieza jabonosa, verdinegra, de estrías doradas o iridiscentes.
Los caracteres de la base eran igualmente desconcertantes, y ninguno de
los miembros del congreso, a pesar de que representaban a la mitad de
las autoridades mundiales en esta esfera, pudo descubrir el más
remoto parentesco lingüístico. Tanto la figura como el material
pertenecían a algo increíblemente lejano, totalmente distinto
de la humanidad que conocemos: algo sugería, de un modo terrible,
antiguos y profanos ciclos en los que nuestro mundo y nuestras concepciones
no habían participado.
Y, sin embargo, mientras los miembros del congreso
sacudían la cabeza y se confesaban incapaces de resolver el misterio,
uno de ellos creyó descubrir algo raramente familiar en la efigie
y los jeroglíficos, y al fin, no sin reticencia, confesó
lo que sabía. Este hombre era el hoy desaparecido William Channing
Webb, profesor de antropología en la Universdad de Princeton y
explorador de bastante renombre.
Cuarenta años antes el profesor Webb había
recorrido Groenlandia e Islandia en busca de ciertas inscripciones rúnicas
que hasta ese entonces no había podido descubrir. En la costa de
Groenlandia se había encontrado con una tribu degenerada de esquimales,
cuya religión, forma singlar de los cultos demoníacos, lo
había impresionado sobremanera por su faz deliberadamente sanguinaria
y repulsiva. Era aquella una fe que los otros esquimales ignoraban casi
del todo, y a la que se referían estremeciéndose. Databa,
decían, de épocas muy antiguas, anteriores al nacimiento
del mundo. Junto a ritos anónimos y sacrificios humanos había
invocaciones de origen tradicional dirigidas a un demonio supremo o tornasuk.
El profesor Webb había oído esa invocación en boca
de un viejo angekok, o brujo sacerdote, y la había transcripto
fonéticamente, hasta donde era posible, en caracteres romanos.
Pero lo que ahora parecía importante era el fetiche adorado en
ese culto, y alrededor del cual bailaban los esquimales cuando la aurora
boreal brillaba muy por encima de los acantilados de hielo. Era, declaró
el profesor, un tosco bajorrelieve de piedra con una figura horrible y
algunos caracteres misteriosos. Creía recordar que se parecía,
por lo menos en todos los rasgos escenciales, a la criatura bestial que
ahora estaban examinando.
Este relato, recibido con asombro y sorpresa por
los miembros del congreso, pareció excitar al inspector Legrasse,
que abrumó al profesor a preguntas. Habiendo copiado una invocación
recitada por uno de los oficiantes del pantano, rogó al profesor
Webb que tratase de recordar las sílabas recogidas en Groenlandia.
Siguió una comparación exhaustiva de todos los detalles
y un instante de sombrío silencio cuando el profesor y el detective
convinieron en la virtual identidad de las frases. He aquí, en
sustancia (la división de las palabras fue establecida de acuerdo
con las pausas tradicionales observadas por los oficiantes), lo que el
brujo esquimal y los sacerdotes de Luisiana habían cantado a sus
ídolos:
Ph'nglui mglw'nafh Cthulhu
R'lyeh wgah'nagl fhtagn
Legrasse había tenido más suerte
que el profesor Webb, pues varios prisioneros le habían revelado
el sentido de esas palabras. Era algo así:
En su casa de R'lyeh
el desaparecido Cthulhu espera soñando.
Y entonces, respondiendo a un ruego general, el
inspector relató minuciosamente su experiencia con los fieles del
pantano; veo ahora que mi tío dio gran importancia a esa historia.
Tenía cierto parecido con las ensoñaciones más extravagantes
de los teósofos y los creadores de mitos, y revelaba una asombrosa
imaginación de carácter cósmico que nadie hubiese
esperado entre parias y vagabundos.
El 1° de noviembre de 1907 la policía
de New Orleans había recibido un alarmado mensaje de la región
pantanosa del Sur. Los colonos, gente primitiva, pero de buen natural,
descendientes en su mayor parte de Laffite, eran presas del pánico
a causa de algo desconocido que había invadido la región
durante la noche. Se trataba en apariencia de un culto vudú, pero
de una especie más terrible que todo lo que ellos conocían.
Desde que el malévolo tam-tam había comenzado a sonar incesamente
en aquellos bosques oscuros donde nadie osaba aventurarse, habían
desaparecido varias mujeres y niños. Se habían oído
gritos irracionales, chillidos desgarradores y cantos lúgubres,
y unas llamas diabólicas habían bailado en la espesura.
Los vecinos, añadía el aterrorizado mensajero, no podían
soportarlo.
En las primeras horas de la tarde veinte policías
partieron en dos carrioches y un automóvil, guiados por el tembloroso
colono. Cuando el camino se hizo intransitable, abandonaron los vehículos,
y durante varios kilómetros chapotearon en silencio a través
de los espesos bosques de cipreses donde nunca penetraba la luz del día.
Raíces tortuosas y nudos malignos de musgo español retardaban
la marcha, y de vez en cuando una pila de piedras húmedas o los
fragmentos de una pared en ruinas hacían más depresiva aquella
atmósfera que los árboles deformados y las colonias de hongos
contribuían a crear. Al fin apareció un miserable conjunto
de chozas, y los histéricos colonos corrieron a agruparse alrededor
de las vacilantes linternas. El apagado golpear de los tam-tams se oía
débilmente a lo lejos, la brisa traía muy de cuando en cuando
un chillido que helaba la sangre. Un respandor rojizo parecía filtrarse
por entre el follaje pálido, más allá de las interminables
avenidas de la noche selvática. A pesar de su repugnancia a quedarse
nuevamente solos, todos los habitantes del lugar se rehusaron a avanzar
un solo paso hacia la escena del culto maldito, de modo que el inspector
Legrasse y sus diecinueve colegas tuvieron que aventurarse sin guías
por aquellas negras arcadas de horror donde ninguno de ellos había
puesto el pie.
La región en que ahora entraba la policía
tenía tradicionalmente muy mala fama, y en su mayor parte no había
sido explorada por hombres blancos. Algunas leyendas se referían
a un lago secreto en que vivía una colosal e informe criatura,
algo parecida a un pólipo y de ojos fosforescentes, y, según
los colonos, unos demonios de alas de murciélago salían
a medianoche de sus cavernas para adorar al monstruo. Afirmaban que éste
estaba allí desde antes que La Salle, de los indios, y aun de las
bestias y pájaros del bosque. Era una verdadera pesadilla, y verlo
significaba la muerte. Pero se aparecía en sueños a los
hombres, y eso bastaba para que éstos se mantuviesen alejados.
La orgía vudú se desarrollaba en los límites extremos
del área aborrecida, pero aun así el emplazamiento era bastante
malo, y eso quizá había aterrorizado a los colonos más
que los chillidos o incidentes.
Sólo la poesía o la locura podían
haber reproducido los ruidos que oyeron los hombres de Legrasse mientras
atravesaban lentamente el sombrío pantano, acercándose a
la luz rojiza y a los apagados tam-tams. Hay una cualidad vocal propia
de las bestias; y nada más terrible que oír una de ellas
cuando el órgano de donde proviene debería emitir otra.
Una furia animal y una licencia orgiástica se exacerbaban allí
hasta alcanzar alturas demoníacas con gritos y aullidos extáticos
que reverberaban en los bosques tenebrosos como ráfagas pestilentes
surgidas de los abismos del infierno. De vez en cuando cesaban los gritos
y lo que parecía un coro de voces roncas entonaba la odiosa melopea:
Ph'nglui mglw'nafh Cthulhu
R'lyeh wgah'nagl fhtagn.
Por fin los hombres llegaron a un sitio donde el
bosque era menos denso, y se encontraron de pronto en el lugar mismo de
la escena. Cuatro trastabillaron, un quinto perdió el conocimiento,
y otros dos lanzaron un grito de horror que, por suerte, fue apagado por
el tumulto salvaje de la orgía. Legrasse roció con agua
pantanosa el rostro del hombre desvanecido, y luego todos contemplaron
el espectáculo fascinados por el horror.
En un claro natural del pantano se alzaba una isla
verde de unas cuarenta áreas de extensión, desprovista de
árboles, y bastante seca. Allí saltaba y se retorcía
una horda de anormalidades humanas más indescriptibles que cualquiera
de las que hubiese podido pintar un Sime o un Angarola. Sin ropas, esta
híbrida muchedumbre bramaba, rugía y se contorsionaba alrededor
de una hoguera circular. De vez en cuando se abrían las cortinas
de fuego y se podía distinguir en el centro un bloque de granito
de unos dos metros y medio de alto, en cuya cima, incongruente por su
pequeñez, se alzaba la funesta estatuita. En diez cadalsos instalados
a intervalos regulares en un ancho círculo que rodeaba la hoguera,
con el monolito como centro, colgaban cabeza abajo los cuerpos extrañamente
mutilados de los desaparecidos colonos. Dentro de este círculo
saltaba y rugía el anillo de fieles, moviéndose de izquierda
a aderecha en una bacanal interminable entre el círculo de cadáveres
y el círculo de fuego.
Pudo haber sido sólo la imaginación
o pudo haber sido un simple eco, pero uno de los hombres, un impresionable
español, creyó oír que las invocaciones eran seguidas
por unas respuestas antifonales que procedían de un lejano y sombrío
lugar, situado en lo más profundo de aquel bosque de leyenda. Este
hombre, Joseph D. Gálvez, a quien más tarde encontré
e interrogué, era desbordantemente imaginativo. Llegó a
decir que había oído el débil golpear de unas grandes
alas y que había vislumbrado unos ojos luminosos y una enorme masa
blanca detrás de los árboles más lejanos. Pero creo
que estaba demasiado influído por las supersticiones locales.
La inactividad de los hombres paralizados fue comparativamente
de poca duración. El deber venció pronto todas las dudas,
y aunque los celebrantes debían de llegar al centenar, la policía,
confiada en sus armas de fuego, irrumpió en medio de la horda.
Durante cinco minutos el caos y el tumulto fueron indescriptibles. Hubo
furiosos golpes, disparos, y huidas. Pero finalmente Legrasse pudo contar
cuarenta y siete prisioneros, a los que obligó a vestirse rápidamente,
y que rodeó de policías. Cinco de los celebrantes habían
muerto, y otros dos, muy malheridos, fueron transportados por sus cómplices
en improvisadas parihuelas. La imagen del monolito fue sacada con todo
cuidado y llevada por Legrasse.
Examinados en el cuartel de la policía,
luego de un viaje agotador, los prisioneros resultaron ser mestizos de
muy baja ralea, y mentalmente débiles. Eran en su mayor parte marineros,
y había algunos negros y mulatos, procedentes casi todos de las
islas de Cabo Verde, que daban un cierto matiz vudú a aquel culto
heterogéneo. Pero no se necesitaron muchas preguntas para comprobar
que se trataba de algo más antiguo y profundo que un fetichismo
africano. Aunque degradados e ignorantes, los prisioneros se mantuvieron
fieles, con sorprendente consistencia, a la idea central de su aborrecible
culto.
Adoraban, dijeron, a los Grandes Antiguos que eran
muy anteriores al hombre y que habían llegado al joven mundo desde
el cielo. Esos Antigos se habían retirado ahora al interior de
la tierra y al fondo del mar, pero sus cadáveres se habían
comunicado en sueños con el primer hombre, quien inventó
un culto que nunca había muerto. Este era ese culto, y los prisioneros
dijeron que había existido siempre y que siempre existiría,
ocultándose en lejanías desiertas y lugares retirados hasta
que el gran sacerdote Cthulhu saliese de su sombría morada en la
ciudad submarina de R'lyeh para reinar otra vez sobre la Tierra. Algún
día vendría, cuando los astros ocuparan una determinada
posición; y el culto secreto estaría allí, esperándolo.
Mientras tanto no podían decir nada más.
Se trataba de un secreto que ni la tortura podría arrancarles,
La humanidad no era lo único consciente en la Tierra, pues había
unas formas que emergían de la sombra para visitar a sus escasos
fieles. Pero éstas no eran los Grandes Antiguos. Ningún
ser humano había visto a los Antiguos. El ídolo de piedra
representaba al gran Cthulhu, pero nadie podía decir si los otros
eran o no como él. Nadie era capaz de descifrar ahora la antigua
escritura; muchas cosas se transmitían oralmente. La invocación
ritual no era el secreto. Éste no se comunicaba nunca en voz alta.
El canto significaba: "En su casa de R'lyeh el desaparecido Cthulhu
espera soñando".
Sólo dos de los prisioneros fueron juzgados
bastante cuerdos y se los ahorcó; el resto fue enviado a diversas
instituciones. Todos negaron haber participado en los crímenes
rituales, y afirmaron que los culpables de aquellas muertes eran los Alas-Negras
que habían venido hasta ellos desde su refugio inmemorial en el
bosque encantado. Pero nada coherente se pudo saber de aquellos aliados
misteriosos. Lo que la policía logró obtener salió
en su mayor parte de un viejísimo mestizo llamado Castro, quien
pretendía haber tocado puertos distantes y hablado con los jefes
inmortales del culto en las montañas de China.
El viejo Castro recordaba fragmentos de odiosas
leyendas que empequeñecían las especulaciones de los teósofos
y hacían de nuestro mundo algo reciente y fugaz. En ciclos muy
lejanos otros seres habían gobernado la Tierra. Habían vivido
en grandes ciudades, y sus vestigios podían encontrarse aún
-le habían dicho a Castro los inmortales de China- en unas piedras
ciclópeas de algunas islas del Pacífico. Habían muerto
muchísimo antes de la aparición del hombre, pero había
artes que podrían revivirlos cuando los astros volvieran a ocupar
su justa posición en los cielos de la eternidad. Estos seres, indudablemente,
procedían de las estrellas y habían traído sus imágenes
con ellos.
Estos Grandes Antiguos, continuó Castro,
no eran de carne y hueso. Tenían forma -¿no lo probaba acaso
esta imagen estelar?-, pero esa forma no era material. Cuando las estrellas
eran propicias iban de mundo en mundo a través del cielo; pero
cuando eran desfavorables, no podían vivir. Pero aunque ya no viviesen,
no habían muerto en realidad. Yacían todos en casas de piedra
en la gran ciudad de R'lyeh, preservada por los sortilegios del gran Cthulhu
para el día que las estrellas y la Tierra pudiesen recibir su gloriosa
resurrección. Pero en esa época alguna fuerza exterior debía
ayudar a la liberación de sus cuerpos. Los conjuros que impedían
que se descompusieran impedían también que se moviesen,
y los Antiguos tenían que contentarse con yacer y pensar en la
oscuridad mientras transcurrían millones de años. Conocían
todo lo que ocurría en el mundo, pues su lenguaje consistía
en la transmisión del pensamiento. En ese mismo instante hablaban
en sus tumbas. Cuando, luego de un caos infinito, aparecieron los primeros
hombres, los grandes antiguos hablaron a los más sensbles moldeándoles
los sueños.
Aquellos primeros hombres, murmuró Castro,
establecieron el culto con que se adoraba a los ídolos de los Grandes
Antiguos; ídolos traídos de estrellas oscuras en una época
infinitamente lejana. Ese culto no moriría hasta que las estrellas
volvieran a ser favorables. Los sacerdotes sacarían entonces al
gran Cthulhu de su tumba para que reviviese a sus vasallos y volviera
a asumir su reinado en la Tierra. Ese tiempo sería fácil
de conocer, pues entonces la humanidad se parecería a los Grandes
Antiguos: salvaje y libre, más allá del bien y del mal,
sin moral, y sin ley. Y todos los hombres gritarían y matarían,
y gozarían alegremente. Los Antiguos, liberados, enseñarían
nuevos modos de gritar y matar y gozar, y el mundo entero ardería
en un holocausto de libertad y éxtasis. Mientras tanto, el culto,
con apropiados ritos, debía conservar el recuerdo de aquellos días
antiguos y presagiar su retorno.
En los primeros tiempos algunos hombres escogidos
habían hablado en sueños con aquellos seres, pero luego
algo había pasado. La gran ciudad de piedra de R'lyeh, con sus
monolitos y sepulcros, se había hundido bajo las olas, y las aguas
de los abismos, con ese misterio primigenio en que nadie había
pensado ni siquiera en penetrar, habían interrumpido esas citas
espactrales. Pero los recuerdos no morían, y los altos sacerdotes
afirmaban que cuando los astros fuesen favorables la ciudad volvería
a la superficie. Entonces los viejos espíritus de la Tierra, mohosos
y sombríos, saldrían de sus subterráneos y propagarían
los rumores recogidos allá, en olvidados fondos del océano.
Pero de ellos el viejo Castro no se atrevía a hablar. Se interrumpió
de pronto y ni la persuasión ni las sutilezas pudieron arrancarle
otras informaciones. Tampoco quiso mencionar, curiosamente el tamaño
de los Antiguos. En cuanto al culto, afirmó que su centro debía
encontrarse en los desiertos intransitados de Arabia, donde Irem, la ciudad
de los Pilares, sueña aún intacta y secreta. No tenía
relación alguna con la brujería europea, y sólo era
conocido por sus miembros. Ningún libros aludía a él,
aunque los chinos inmortales decían que en el Necronomicón
del árabe loco Abdul Alhazred había un sentido oculto que
el iniciado podía interpretar de muy diversas maneras, especialmente
en el tan discutido dístico:
No está muerto quien puede yacer eternamente,
y con el paso de los años la misma muerte puede morir.
Legrasse, profundmente impresionado, y no poco
intrigado, había buscado sin éxito las filiaciones históricas
del culto. Castro, aparentemente, había dicho la verdad al afirmar
que era un secreto. Las autoridades de la Universidad de Tulane no pudieron
arrojar luz alguna sobre el culto o la imagen, y ahora recurría
a las mayores autoridades y se econtraba nada menos que con el episodio
de Groenlandia del profesor Webb.
El ferviente interés que despertó
el relato de Legrasse, corroborado por la presencia de la estatuita, tuvo
algún eco en las cartas que intercambiaron luego los miembros del
congreso; pero apenas hay alguna mención en el informe oficial.
La prudencia es preocupación primordial de aquellos que se enfrentan
a menudo a la charlatanería y la impostura. Legrasse prestó
durante un tiempo la estatua al profesor Webb, pero a la muerte de este
último le fue devuelta, y está desde entonces en su casa.
Allí la he visto no hace mucho tiempo. Es de veras algo estremecedor,
e indiscutiblemente parecida a la escultura labrada en sueños por
el joven Wilcox.
No me asombró que mi tío se hubiese
excitado con el relato del joven. ¿Qué pudo pensar al saber,
ya enterado de la información recogia por Legrasse, que un joven
sensible no sólo había soñado la figura y
los jeroglíficos de las imágenes del pantano y de Groenlandia,
sino que también había oído en sueños
tres de las palabras de la fórmula repetida por los maestros de
Luisiana y los diabólicos esquimales? Era natural que el profesor
Angell hubiese iniciado instantáneamente una minuciosa investigación,
aunque yo en mi fuero interno sospechaba que el joven Wilcox había
oído hablar del culto, y había inventado una serie de sueños
para acrecentar el misterio ante los ojos de mi tío. El relato
de los otros sueños y los recortes coleccionados por el profesor
parecían corroborar la historia del joven; pero mi bien fundado
racionalismo y la total extravagancia del asunto me llevaron a adoptar
las conclusiones que estimé más razonables. De modo que
luego de estudiar otra vez el manuscrito y comparar las notas teosóficas
y antropológicas con la descripción del culto que había
hecho Legrasse, viajé a Providence para ver al escultor e increparle
el haberse burlado de tal modo de un sabio anciano.
Wilcox vivía aún, solo, en el Fleur
de Lys de Thomas Street, desagradable imitación victoriana
de la arquitectura bretona del siglo XVII. La fachada de estuco del hotel
lucía ostentosamente entre las encantadoras casas coloniales y
a la sombra del más hermoso campanario georgiano que pudiera verse
en América. Encontré a Wilcox en sus habitaciones, sumido
en su labor, y comprendí en seguida, por las piezas que lo rodeaban,
que su genio era profundo y auténtico.
Creo que durante un tiempo Wilcox figurará
entre los grandes decadentes; pues ha cristalizado en arcilla, y reflejará
un día en el mármol, esas pesadillas y fantasías
evocadas en prosa por Arthur Machen y que Clark Ashton Smith ha hecho
visiblees en versos y pinturas.
Moreno, frágil, y de un aspecto un poco
descuidado, Wilcox se volvó lánguidamente y sin dejar su
silla me preguntó qué deseaba. Cuando le dije quién
era, manifestó cierto interés, pues mi tío había
excitado su curiosidad al examinar sus raros sueños, aunque sin
expresar las razones de ese examen. Sin sacarlo de su ignorancia, traté
prudentemente de hacerle hablar.
Poco tiempo me bastó para convencerme de
que era absolutamente sincero; hablaba de sus sueños de un modo
inequívoco. Esos sueños, y su residuo subconsciente, habían
influido profundamente en su arte, y me mostró una estatua mórbida
cuyo modelado me estremeció, casi, por la fuerza de su oscura sugestión.
No recordaba haber visto el original excepto en el bajorrelieve creado
durante un sueño, pero los contornos se habían formado insensiblemente
bajo sus manos. Era, sin duda, la forma gigantesca de la que había
hablado en su delirio. Comprobé muy pronto que no sabía
nada del culto, salvo lo que el constante interrogatorio de mi tío
había dejado escapar, y traté otra vez de concebir de qué
modo podía habr recibido esas impresiones sobrenaturales.
Hablaba de sus sueños de un modo extrañamente
poético, haciéndome ver con terrible claridad la ciudad
ciclópea de piedra verde y musgosa -cuya geometría,
añandió curiosamente, era totalmente errónea-,
y oí otra vez con un temor expectante el subterráneo llamado
mental: Cthulhu fhtagn, Cthulhu fhtagn.
Esas palabras figuraban en la temible invocación
que evocaba el sueño-vigilia de Cthulhu en su bóveda de
piedra de R'lyeh, y a pesar de mis racionales ideas me sentí profundamente
perturbado.Wilcox, era indudable, había oído hablar casualmente
del culto, y lo había olvidado en seguida en la masa de las lecturas
y concepciones igualmente fantásticas. Más tarde, en virtud
de su impresionable carácter, el culto había encontrado
un modo de expresión subconsciente en los sueños, el bajorrelieve
de arcilla y la estatua que yo estaba ahora contemplando. De modo que
la superchería había sido involuntaria. El joven tenía
unos modales un poco afectados, y un poco vulgares, que me desagradaban
de veras; pero yo ya estaba dispuesto a admitir todo su genio como su
honestidad. Me despedí amablemente, y le desee todo el éxito
que su talento prometía.
El asunto del culto continuó fascinándome
y a veces imaginaba poder adquirir un gran renombre investigando su origen
y relaciones. Visité New Orleans, hablé con Legrasse y otros
de los que habían participado en aquella vieja expedición,
examiné la estatuita, y hasta interrogué a los prisioneros
que todavía vivían. El viejo Castro, por desgracia, había
muerto hacía varios años. Lo que escuché entonces
de viva voz, aunque no fue más que una confirmación detallada
de los escritos de mi tío, acrecentó mi interés,
y tuve la seguridad de estar sobre la pista de una religión muy
antigua y secreta cuyo descubrimientos me convertiría en un antropólogo
de nota. Mi actitud era aún entonces absolutamente materialista,
como aún quisiera que lo fuese, y por una inexplicable perversidad
mental rechacé la coincidencia de los sueños y los recortes
coleccionados por el profesor Angell.
Hubo algo, sin embargo, que comencé a sospechar
y que ahora creo saber: la muerte de mi tío no fue nada natural.
Cayó al suelo en la colina, en una de las estrechas callejuelas
que partían de unos muelles donde abundaban los mestizos extranjeros,
luego del descuidado empujón de un marinero de tez oscura. Yo no
había olvidado que los oficiales de Luisiana se distinguían
por la mezcla de sangres y sus intereses marinos, y no me hubiera sorprendido
conocer la existencia de agujas venenosas y métodos criminales
secretos tan faltos de piedad como aquellas creencias y ritos misteriosos.
Legrasse y sus hombres, es cierto, no habían sido molestados; pero
en Noruega acaba de morir un marino que veía cosas. ¿No
pudieron haber llegado a oídos siniestros las investigaciones realizadas
por mi tío luego de encontrarse con el escultor? Creo hoy que el
profesor Angell murió porque sabía o quería saber
demasiado. Es posible que me espere un fin semejante, pues yo también
he aprendido mucho.
|