BALDOMERO LILLO - SUB-SOLE




Sentada en la mullida arena y mientras el pequeño acallaba el hambre chupando
ávido el robusto seno, Cipriana con los ojos húmedos y brillantes por la
excitación de la marcha abarcó de una ojeada la líquida llanura del mar.
Por algunos instantes olvidó la penosa travesía de los arenales ante el mágico
panorama que se desenvolvía ante su vista. Las aguas, en las que se reflejaba la
celeste bóveda, eran de un azul profundo. La tranquilidad del aire y la quietud
de la bajamar daban al océano la apariencia de un vasto estanque diáfano e
inmóvil. Ni una ola ni una arruga sobre su terso cristal. Allá en el fondo, en
la línea del horizonte, el velamen de un barco interrumpía apenas la soledad
augusta de las calladas ondas.
Cipriana, tras un breve descanso, se puso de pie. Aún tenía que recorrer un
largo trecho para llegar al sitio donde se dirigía. A su derecha, un elevado
promontorio que se internaba en el mar mostraba sus escarpadas laderas desnudas
de vegetación, y a su izquierda, una dilatada playa de fina y blanca arena se
extendía hasta un oscuro cordón de cerros que se alzaba hacia el oriente. La
joven, pendiente de la diestra el cesto de mimbre y cobijando al niño que dormía
bajo los pliegues de su rebozo de lana, cuyos chillones matices escarlata y
verde resaltaban intensamente en el gris monótono de las dunas, bajó con
lentitud por la arenosa falda de un terreno firme, ligeramente humedecido, en el
que los pies de la mariscadora dejaban apenas una leve huella. Ni un ser humano
se distinguía en cuanto alcanzaba la mirada. Mientras algunas gaviotas
revoloteaban en la blanca cinta de espuma, producida por la tenue resaca,
enormes alcatraces con las alas abiertas e inmóviles resbalaban, unos tras
otros, como cometas suspendidas por un hilo invisible, sobre las dormidas aguas.
Sus siluetas fantásticas alargábanse desmesuradamente por encima de las dunas y,
en seguida, doblando el promontorio,, iban a perderse en alta mar.
Después de media hora de marcha, la mariscadora se encontró delante de gruesos
bloques de piedra que le cerraban el paso. En ese sitio la playa se estrechaba y
concluía por desaparecer bajo grandes planchones de rocas basálticas, cortadas
por profundas grietas. Cipriana salvó ágilmente el obstáculo, torció hacia la
izquierda y se halló, de improviso, en una diminuta caleta abierta entre los
altos paredones de una profunda quebrada.
La playa reaparecía allí otra vez, pero muy corta y angosta. La arena de oro
pálido se extendía como un tapiz finísimo en derredor del sombrío semicírculo
que limitaba la ensenada.
La primera diligencia de la madre fue buscar un sitio al abrigo de los rayos del
sol donde colocar la criatura, lo que encontró bien pronto en la sombra que
proyectaba un enorme peñasco cuyos flancos, húmedos aún, conservaban la huella
indeleble del zarpazo de las olas.
Elegido el punto que le pareció más seco y distante de la orilla del agua,
desprendió de los hombres el amplio rebozo y arregló con él un blando lecho al
dormido pequeñuelo, acostándolo en aquel nido improvisado con amorosa solicitud
para no despertarle.
Muy desarrollado para sus diez meses, el niño era blanco y rollizo, con grandes
ojos velados en ese instante por sus párpados de rosa finos y transparentes.
La madre permaneció algunos minutos como en éxtasis devorando con la mirada
aquel bello y gracioso semblante. Morena, de regular estatura, de negra y
abundosa cabellera, la joven no tenía nada de hermoso. Sus facciones toscas, de
líneas vulgares, carecían de atractivo. La boca grande, de labios gruesos,
poseía una dentadura de campesina: blanca y recia, y los ojos pardos, un tanto
humildes, eran pequeños, sin expresión. Pero cuando aquel rostro se volvía hacia
la criatura, las líneas se suavizaban, las pupilas adquirían un brillo de
intensidad apasionada y el conjunto resultaba agradable, dulce y simpático.
El sol, muy alto sobre el horizonte, inundaba de luz aquel rincón de belleza
incomparable. Los flancos de la cortadura desaparecían bajo la enmarañada red de
arbustos y plantas trepadoras. Dominando el leve zumbido de los insectos y el
blando arrullo del oleaje entre las piedras, resonaba a intervalos, en la
espesura, el melancólico grito del pitío.
La calma del océano, la inmovilidad del aire y la placidez del cielo tenían algo
de la dulzura que se retrataba en la faz del pequeñuelo y resplandecía en las
pupilas de la madre, subyugada a pesar suyo, por la magia irresistible de aquel
cuadro.
Vuelta hacia la ribera, examinaba la pequeña playa delante de la cual se
extendía una vasta plataforma de piedra que se internaba una cincuentena de
metros dentro del mar. La superficie de la roca era lisa y bruñida, cortada por
innumerables grietas tapizadas de musgos y diversas especies de plantas marinas.

Cipriana se descalzó los gruesos zapatos, suspendió en torno de la cintura la
falda de percal descolorido, y cogiendo la cesta, atravesó la enjuta playa y
avanzó por encima de las peñas húmedas y resbaladizas, inclinándose a cada
instante para examinar las hendiduras que encontraba al paso. Toda clase de
mariscos llenaban esos agujeros. La joven, con ayuda de un pequeño gancho de
hierro, desprendía de la piedra los moluscos y los arrojaba en un canasto. De
cuando en cuando, interrumpía la tarea y echaba una rápida mirada a la criatura
que continuaba durmiendo sosegadamente.
El océano asemejábase a una vasta laguna de turquesa líquida. Aunque hacía ya
tiempo que la hora de la baja mar había pasado, la marea subía con tanta
lentitud que sólo un ojo ejercitado podía percibir cómo la parte visible de la
roca disminuía insensiblemente. Las aguas se escurrían cada vez con más fuerza y
en mayor volumen a lo largo de las cortaduras.
La mariscadora continuaba su faena sin apresurarse. El sitio le era familiar y,
dada la hora, tenía tiempo de sobra para abandonar la plataforma antes que
desapareciera bajo las olas.
El canasto se llenaba con rapidez. Entre las hojas transparentes del luche
destacábanse los tonos grises de los caracoles, el blanco mate de las tacas y el
verde viscoso de los chapes. Cipriana con el cuerpo inclinado, la cesta en una
mano y en gancho en la otra, iba y venía con absoluta seguridad en aquel suelo
escurridizo. El apretado corpiño dejaba ver el nacimiento del cuello redondo y
moreno de la mariscadora, cuyos ojos escudriñaban con vivacidad las rendijas,
descubriendo el marisco y arrancándolo de la áspera superficie de la piedra. De
vez en cuando se enderezaba para recoger sobre la nuca las negrísimas crenchas
de sus cabellos. Y su talle vasto y desgarbado de campesina destacábase entonces
sobre las amplias caderas con líneas vigorosas, no exentas de gallardía y
esbeltez. El cálido beso del sol coloreaba sus gruesas mejillas, y el aire
oxigenado que aspiraba a plenos pulmones hacía bullir en su venas su sangre
joven de moza robusta en la primavera de la vida.
El tiempo pasaba, la marea subía lentamente invadiendo poco a poco las partes
bajas de la plataforma, cuando de pronto Cipriana, que iba de un lado para otro
afanosa en su tarea, se detuvo y miró con atención dentro de una hendidura.
Luego se enderezó y dio un paso hacia adelante; pero casi inmediatamente giró
sobre sí misma y volvió a detenerse en el mismo sitio. Lo que cautivaba su
atención, obligándola a volver atrás, era la concha de un caracol que yacía en
el fondo de una pequeña abertura. Aunque diminuto, de forma extraña, parecía más
grande visto a través del agua cristalina.
Cipriana se puso de rodillas e introdujo la diestra en el hueco, pero sin éxito,
pues la rendija era demasiado estrecha y apenas tocó con la punta de los dedos
el nacarado objeto. Aquel contacto no hizo sino avivar su deseo. Retiró la mano
y tuvo otro segundo de vacilación, mas el recuerdo de su hijo le sugirió el
pensamiento de que sería aquello un lindo juguete para el chico y no le costaría
nada.
Y el tinte rosa pálido del caracol con sus tonos irisados tan hermosos
destacábase tan suavemente en aquel estuche de verse y aterciopelado musgo que,
haciendo una nueva tentativa, salvó el obstáculo y cogió la preciosa concha.
Trató de retirar la mano y no pudo conseguirlo. En baldo hizo vigorosos
esfuerzos para zafarse. Todos resultaron inútiles; estaba cogida en una trampa.
La conformación de la grieta y lo viscoso de sus bordes habían permitido con
dificultad el deslizamiento del puño a través de la estrecha garganta que,
ciñéndole ahora la muñeca como un brazalete, impedía salir a la mano endurecida
por el trabajo.
En un principio Cipriana sólo experimentó una leve contrariedad que se fue
transformando en una cólera sorda, a medida que transcurría el tiempo en
infructuosos esfuerzos. Luego una angustia vaga, una inquietud creciente fue
apoderándose de su ánimo. El corazón precipitó sus latidos y un sudor helado le
humedeció las sienes. De pronto la sangre se paralizó en sus venas, la pupilas
se agrandaron y un temblor nervioso sacudió sus miembros. Con ojos y rostro
desencajados por el espanto, había visto delante de ella una línea blanca,
movible, que avanzó un corto trecho sobre la playa y retrocedió luego con
rapidez; era la espuma de una ola. Y la aterradora imagen de su hijo, arrastrado
y envuelto en el flujo de la marea, se presentó clara y nítida a su imaginación.
Lanzó un penetrante alarido, que devolvieron los ecos de la quebrada, resbaló
sobre las aguas y se desvaneció mar adentro en la líquida inmensidad.
Arrodillada sobre la piedra se debatió algunos minutos furiosamente. Bajo la
tensión de sus músculos sus articulaciones crujían y se dislocaban, sembrando
con sus gritos el espanto en la población alada que buscada su alimento en las
proximidades de la caleta; gaviotas, cuervos, golondrinas del mar, alzaron el
vuelo y se alejaron presurosos bajo el radiante resplandor del sol.
El aspecto de la mujer era terrible: las ropas empapadas en sudor se habían
pegado a la piel; la destrenzada cabellera le ocultaba en parte el rostro
atrozmente desfigurado; las mejillas se habían hundido y los ojos despedían un
fulgor extraordinario. Había cesado de gritar y miraba con fijeza el pequeño
envoltorio que yacía en la playa, tratando de calcular lo que las olas tardarían
en llegar hasta él. Esto no se hacía esperar mucho, pues la marea precipitaba ya
su marcha ascendente y muy pronto la plataforma sobresaltó algunos centímetros
sobre las aguas.
El océano, hasta entonces tranquilo, empezaba a hinchar su torso, y espasmódicas
sacudidas estremecían sus espaldas relucientes. Curvas ligeras, leves
ondulaciones interrumpían por todas partes la azul y tersa superficie. Un oleaje
suave, con acariciador y rítmico susurro, comenzó a azotar los flancos de la
roca y a depositar en la arena albos copos de espuma que bajo los ardientes
rayos del sol tomaban los tonos cambiantes del nácar y del arco iris.
En la escondida ensenada flotaba un ambiente de paz y serenidad absolutas. El
aire tibio, impregnado de las acres emanaciones salinas, dejaba percibir a
través de la quietud de sus ondas el leve chasquido del agua entre las rocas, el
zumbido de los insectos y el grito lejano de los halcones de mar.
La joven, quebrantada por los terribles esfuerzos hechos para levantarse, giró
en torno sus miradas imploradoras y no encontró ni en la tierra ni en las aguas
un ser viviente que pudiera prestarle auxilio. En vano clamó a los suyos, a la
autora de sus días, al padre de su hijo, que allá detrás de la dunas aguardaba
su regreso en el rancho humilde y miserable. Ninguna voz contestó a la suya, y
entonces dirigió su vista hacia lo alto y el amor maternal arrancó de su alma
inculta y ruda, torturada por la angustia, frases y plegarias de elocuencia
desgarradora:
-¡Dios mío, apiádate de mi hijo; sálvalo; socórrelo…! ¡Perdón para mi hijito,
Señor! ¡Virgen Santa, defiéndelo…! ¡Toma mi vida; no se la quites a él! ¡Madre
mía, permite que saque la mano para ponerlo más allá…! ¡Un momento, un ratito no
más…! ¡Te juro volver otra vez aquí…! ¡Te juro volver aquí…! ¡Dejaré que las
aguas me traguen; que mi cuerpo se haga pedazos en estas piedras; no me moveré y
moriré bendiciéndote! ¡Virgen Santa, ataja la mar; sujeta las olas; no
consientas que muera desesperada…! ¡Misericordia, Señor! ¡Piedad, Dios mío!
¡Óyeme, Vírgen Santísima! ¡Escúchame, madre mía!
Arriba la celeste pupila continuaba inmóvil, sin una sombra, sin una
contracción, diáfana e insondable como el espacio infinito.
La primera ola que invadió la plataforma arrancó a la madre un último grito de
loca desesperación. Después sólo brotaron de su garganta sonidos roncos,
apagados, como estertores de moribundo.
La frialdad del agua devolvió a Cipriana sus energías, y la lucha para zafarse
de la grieta comenzó otra vez más furiosa y desesperada que antes. Sus violentas
sacudidas y el roce de la carne contra la piedra habían hinchado los músculos, y
la argolla de granito que la aprisionaba pareció estrecharse en torno de la
muñeca.
La masa líquida, subiendo incesantemente, concluyó por cubrir la plataforma.
Sólo la parte superior del busto de la mujer arrodillada sobresalió por encima
del agua. A partir de ese instante los progresos de la marea fueron tan rápidos
que muy pronto el oleaje alcanzó muy cerca del sitio en que yacía la criatura.
Transcurrieron aún algunos minutos y el momento inevitable al fin llegó. Una
ola, alargando su elástica zarpa, rebalsó el punto donde dormía el pequeñuelo,
quien, al sentir el frío contacto de aquel año brusco, despertó, se retorció
como un gusano y lanzó un penetrante chillido.
Para que nada faltase a su martirio, la joven no perdía un detalle de la escena.
Al sentir aquel grito que desgarró las fibras más hondas de sus entrañas, una
ráfaga de locura fulguró en sus extraviadas pupilas, y así como la alimaña
cogida en el lazo corta con los dientes el miembro prisionero, con la hambrienta
boca presta a morder se inclinó sobre la piedra; pero ese recurso le estaba
vedado; el agua que la cubría hasta el pecho obligábala a mantener la cabeza en
alto.
En la playa las olas iban y venían alegres, retozonas, envolviendo en sus
pliegues juguetonamente al rapazuelo. Habíanle despojado de los burdos pañales,
y el cuerpecillo regordete, sin más traje que la blanca camisilla, rodaba entre
la espuma agitando desesperadamente las piernas y brazos diminutos. Su tersa y
delicada piel, herida por los rayos del sol, relucía, abrillantada por el choque
del agua y el roce áspero en interminable sobre la arena.
Cipriana con el cuello estirado, los ojos fuera de las órbitas, miraba aquello
estremecida por una suprema convulsión. Y en el paroxismo del dolor, su razón
estalló de pronto. Todo desapareció ante su vista. La luz de su espíritu azotada
por una racha formidable se extinguió y mientras la energía y el vigor
aniquilados en un instante cesaban de sostener el cuerpo en aquella postura, la
cabeza se hundió en el agua, un leve remolino agitó las ondas y algunas burbujas
aparecieron en la superficie tranquila de la pleamar.
Juguete de las olas, el niño lanzaba en la ribera vagidos cada vez más tardos y
más débiles que el océano, como una nodriza cariñosa, se esforzaba en acallar,
redoblando sus abrazos, modulando sus más dulces canciones, poniéndolo ya boca
abajo o boca arriba, y trasladándolo de un lado para otro, siempre solícito e
infatigable.
Por último los lloros cesaron: el pequeñuelo había vuelto a dormirse y aunque su
carita estaba amoratada, los ojos y la boca llenos de arena, su sueño era
apacible; pero tan profundo que, cuando la marejada lo arrastró mar adentro y lo
depositó en el fondo, no se despertó ya más.
Y mientras el cielo azul extendía su cóncavo dosel sobre la tierra y sobre las
aguas, tálamos donde la muerte y la vida se enlazan perpetuamente, el infinito
dolor de la madre que, dividido entre las almas, hubiera puesto taciturnos a
todos los hombros, no empañó con la más leve sombra la divina armonía de aquel
cuadro palpitante de vida, de dulzura, de paz y de amor.